En toda sociedad bien ordenada hay leyes escritas que regulan la vida de los miembros. Pero estas leyes cambian según las épocas y las necesidades; y así los códigos de los pueblos sufren de vez en cuando grandes transformaciones.
Pero hay un código muy corto, que fue grabado en piedra y no ha sufrido cambio en cuatro mil años, y que fue escrito en el corazón del hombre muchos miles de años antes: los diez Mandamientos de Dios (Éxodo 20,1-17). Estas diez leyes rigen desde luego los actos morales del individuo; mas no en vano las dio el Señor primeramente a todo un pueblo en el monte Sinaí, para que rija también a toda la humanidad, para que pueda vivir en paz y felicidad.
No es cosa fácil el cumplir los diez Mandamientos
Las tentaciones, las dificultades, los motivos que inducen a su infracción son innumerables; y nos resultará más fácil vencer estos obstáculos si consideramos las ventajas que trae consigo el cumplirlos para esta vida terrena y para la vida eterna.
Consagraremos el presente capítulo al primer punto: las ganancias que obtenemos al cumplir los diez Mandamientos ya en esta vida terrena.
En el capítulo anterior he trazado un cuadro imaginario para mostrar cómo sería la vida si todos cumpliésemos los diez Mandamientos. Observemos ahora el reverso del cuadro. ¿Qué le pasaría a la humanidad si un día rompiese definitivamente con los diez Mandamientos?
Suprimid el primer Mandamiento, y permitid que cada cual se fabrique para sí un «dios» a su medida; entonces, o llegamos otra vez al Panteón de la Roma pagana, con sus treinta mil dioses, o nos revolvemos en una inmoralidad peor que la vida de los animales, porque más fácil es para el pájaro vivir sin el aire, y para el pez vivir sin el agua, que para el alma humana vivir sin Dios.
Borrad el segundo y el cuarto Mandamientos, y permitid que cualquier jovenzuelo de la calle levante su puño blasfemando contra Dios. Después de ultrajar la autoridad divina, ¿creéis que podrá permanecer intacta la autoridad humana? Y donde los padres y las leyes no tienen autoridad, donde las palabras han perdido su valor, ¿puede haber una vida civilizada? Tan sólo se podrá dar una manada humana dominada por el látigo de un tirano.
Borrad el tercer Mandamiento, suprimid el culto y el descanso dominical. ¡Adelante! ¡Viva el trabajo incesante, que no dejen de sonar las sirenas en las fábricas! ¡Qué no puedan oírse los domingos las campanas de las iglesias! ¿Seremos así más felices, más libres, o nos dará la sensación de vivir en la esclavitud más aplastante? Sí; podremos tal vez progresar más deprisa en lo material, pero no cabe duda de que también aumentará el estrés, la desesperación, los puños crispados, las miradas de odio. Nadie duda del beneficio para la salud del descanso dominical, pues todos, incluso los más pobres, tienen derecho al descanso semanal.
Borrad el quinto Mandamiento. ¿Podréis salir con tranquilidad a la calle?
Borrad el sexto y el noveno Mandamientos, pregonad el amor libre. ¡Cuántas enfermedades de transmisión sexual, cuántos asesinados antes de nacer, cuántas familias desechas y madres abandonadas…!
Borrad el sétimo y el décimo Mandamientos, y estallará una lucha de fieras entre los hombres, dedicados a la rapiña.
Borrad el octavo Mandamiento; y el esposo no podrá fiarse de su esposa, la madre no podrá dar crédito a las palabras de su hijo.
Así, pues, el honor de la palabra dada, el respeto a las leyes, la estima de los superiores, el amor al trabajo, la felicidad de las familias y el bienestar de las naciones siguen la suerte del Decálogo; con él prosperan, sin él decaen.
Y si hoy reina el desconcierto y la confusión en una gran parte de la sociedad, es que se ha debilitado en nosotros la fe religiosa, la fe en un Dios que nos ama.
A primera vista la desorientación actual de nuestra sociedad nos puede llevar al pesimismo y al abatimiento. Pero si pensamos que la humanidad ha sufrido iguales o mayores catástrofes en el pasado, no tenemos ninguna razón para desalentarnos. La misma sociedad cristiana ha sufrido mayores crisis; recordemos la caída de Roma, las invasiones de los vándalos, hunos, turcos, los horrores de las guerras. Sí, todo esto lo sufrió la Europa cristiana. Pero ¿cómo pudo resistirlo? Porque a pesar de todo tenían algo que les infundía fuerza y esperanza de vida: tenían fe en Dios.
Y si hoy reina el desconcierto y la confusión en una gran parte de la sociedad, es que se ha debilitado en nosotros la fe religiosa, la fe en un Dios que nos ama. Y ¿qué cosa ocupa hoy su puesto? Incertidumbre, desesperación, ideas de suicidio; ideologías de lo más variadas; una vida consumista y hedonista sin sentido…
Sociólogos, pensadores, escritores, andan hoy día preocupados buscando las causas de todo esto. ¿Queréis saber quiénes son los causantes? Los que despojaron al alma humana de su fe en Dios, los despreciaron y rompieron las tablas del Decálogo.
No nos ha de extrañar, por tanto, que el hombre moderno viva de tejas abajo, que sólo mire lo inmediato y terreno, limitado al estrecho horizonte de la vida material. Mucha gente mira hoy los juicios religiosos y divinos, tan despectivamente como la gallina que escarba en la basura podría mirar al águila real que vuela en las alturas. «¡Pájaro insensato! ¿Por qué vuelas tan alto en el aire, donde no hay ni siquiera un puñado de tierra en que rebuscar unos granos?» Y, sin embargo, la Iglesia católica acepta la gigantesca tarea de transformar esta generación de gallinas en una estirpe de águilas reales.
El Señor estableció un duro castigo para quienes los infringieran y prometió un galardón a los que los cumpliesen
¿Qué quiere, pues, el Decálogo? Que tengamos mirada católica, oído católico, lengua católica, manos católicas, pies católicos y corazón católico. ¿Queremos vivir? ¿Deseamos aquí abajo una vida tranquila y feliz? Para ello no hay otro camino que el que señaló el Señor: el cumplimiento de la Ley de Dios.
¡Ay del pueblo que rompe las tablas del Sinaí!
Pero, ¡ay también del individuo que desprecia la Ley de Dios!
El Señor, al promulgar los diez Mandamientos, estableció un duro castigo para quienes los infringieran y prometió un galardón a los que los cumpliesen (Éxodo 20,5-6; 7,12; Deut. 5,9;11,16). Sin embargo, hoy muchos esto lo consideran una forma de egoísmo. Quieren ser buenos, pero no por una recompensa; quieren evitar el pecado, mas no por temor.
Dios tampoco quiere le sirvamos como esclavos o por puro interés comercial: yo te doy para que tú me des. Quiere que obremos por amor; pero ¿quién de nosotros es capaz de obrar siempre sólo por puro amor de Dios? El que lo fuese, estaría ciertamente dotado de una extraordinaria finura espiritual. Mas, ¿quién de nosotros no ha sentido alguna vez momentos de abatimiento y de debilidad en que, para obrar el bien o huir del mal, no encuentra las fuerzas necesarias más que pensando en el premio o castigo que recibirá un día de Dios?
¡El premio y el castigo de Dios! Bien sabemos que en este mundo no hay verdadera justicia, pero de vez en cuando nos encontramos con casos en que por una buena acción hecha con desinterés, la premia Dios incluso ya en esta vida terrena por medios insospechados. O los casos de jóvenes que tras una vida de lucha por vivir la pureza, son recompensados en la vida adulta con una buena salud y una familia feliz. Mientras que otros jóvenes que se dejaron llevar del pecado, acabaron enfermos y al borde casi de la locura.
Pero, ¿para qué seguir recordando casos?
Tú mismo, estimado lector, ¿no sentiste alguna vez el gozo y la paz que llenaron tu alma cuando supiste vencer una tentación y cumpliste los Mandamientos? Y en cambio: ¿qué agudos remordimientos te atormentaron cuando tuviste la desgracia de cometer un pecado? ¿No has sentido ya en este mundo la verdad encerrada en las palabras de la Sagrada Escritura: Bienaventurado el hombre que teme al Señor, y que toda su afición la pone en cumplir sus Mandamientos (Salmo 111, 1).
La humanidad ha fracasado tantas veces buscando por sus propios medios la felicidad, que no le queda otro camino que volver a la verdad siempre actual de la Iglesia. Porque el credo católico y la moral católica se asientan en una base firme: sobre la roca de Pedro y sobre el granito del monte Sinaí. Tan sólo sobre estos cimientos profundos y sólidos puede construirse un mundo nuevo digno del hombre. Pero esto sólo lo conseguiremos si somos radicalmente católicos.
No nos asustemos de la palabra: hemos de ser radicalmente católicos. ¿Por qué? Porque el enemigo es también radical. Quiere destruir radicalmente la familia, el matrimonio, la educación, el orden social. Ellos no creen en Dios ni en ninguna religión. Ellos consiguen sus objetivos porque son radicalmente fanáticos. Ellos creen con fe ciega en sus ideales, y por eso se imponen.
Pues bien. Contra el fanatismo de la anarquía, que prescinde de la ley de Dios, no hay más que una fuerza seria en el mundo, la del Catolicismo. Pero la del Catolicismo pleno, la del Catolicismo vivido hasta sus últimas consecuencias!
¡Contra una bandera, otra bandera! ¡Entusiasmo contra entusiasmo! ¡Contra una caña movediza, un Catolicismo a toda prueba! ¡Contra la contemporización con el pecado, la observancia del Decálogo! ¡Contra la bandera atea, la cruz de Cristo!
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Tomado del libro «Los mandamientos»
1 comentario en “El decálogo y la vida terrena”
Gracias Padres por tan buenísima orientación y concientización, que el Espiritu Santo los siga iluminando para que sigamos firmes en la Fé sin titubear y si los tibios ya nos concentremos en seguir en plenitud al Señor en todos los aspectos de nuestra vida hojala hagamos de la frase de San
Pablo, el aivir para mi es CRISTO amén, amén, amén.