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La empresa matrimonial

Los primeros años de casados, constituyen la etapa donde se aprende a ser cónyuge.  

La empresa matrimonial, como toda organización tiene sus procesos. Y cada retazo de estas etapas llega con sus propios desafíos. Dicen los expertos en la materia: La primera etapa sería la de transición y adaptación temprana, es decir, en la relación de pareja que dura los primeros años de casados. Es la difícil misión de aprender a ser cónyuge.

Otros pelean, incapaces de ceder, nunca llegan a soluciones adecuadas. Por lo tanto es una etapa en la que se impone negociar desacuerdos. Ej.: Las crisis más frecuentes en este período son las influencias de sus familias de origen, que dificulta la autonomía que toda pareja necesita.

Las amistades también suelen interferir en la sagrada intimidad de los cónyuges.

No es secreto que los problemas aumentan cuando hay dependencia de tipo económico o cuando los esposos son inmaduros para resolver por sí mismos sus diferencias. Las amistades también suelen interferir en la sagrada intimidad de los cónyuges.

La Paternidad –contradictoriamente- es, o puede ser otra etapa difícil. Ya opáma la luna de miel. El ser padres, produce grandes satisfacciones, pero también es una etapa de presiones constantes; todo cambia en el hogar cuando llegan los bebés; demandan mucha atención y tiempo. Algunos han llamado a este momento «el bache del bebé» y el peor error es centrarse demasiado en ellos y descuidar la relación de pareja.

Otro desafío: Los esposos tienen iguales derechos y obligaciones. Este tipo de relación nos puede parecer  la mejor y la más saludable, pero en la vida real se dan casos  en las que ambos «compiten por el poder». En este tipo de relación quien cede acumula enojo y resentimientos, sintiéndose que no es tomado en cuenta y que es poco valorado, y como sabemos, más temprano que tarde, estas emociones van a aflorar en la relación conyugal. La idea de divorcio acecha.

Entonces, debemos parar la pelota, mirar alto, respirar profundamente y establecer alguna táctica como esposos y padres; estabilizar la barca conyugal en medio del agitado mar de la vida.

Cuber y Harroff clasifican a las parejas en cinco tipos:

1.- El matrimonio habituado al conflicto: Este matrimonio se caracteriza por tener constantes conflictos, pleitos, y se respira un ambiente de gran tensión. Realmente continúan juntos únicamente por los hijos, pero se sienten completamente infelices.

2.- El matrimonio desvitalizado: Se refiere a matrimonios que viven de manera paralela, con intereses y actividades diferentes. Son apáticos y fríos uno con el otro. El conflicto, aunque abiertamente no existe, se encuentra reemplazado por falta de vitalidad y entusiasmo, no comparten metas comunes.

3.- El matrimonio que congenia en forma pasiva: Este matrimonio es “placentero” para ambos. Hay un “compartir” en el área de intereses, pero existe también una interacción distante. Los contactos interpersonales son con el exterior y los intereses de ambos son con otras personas.

4.- La relación vital: Esta relación es excitante y satisfactoria, además  es importante para ambos en una o varias áreas, como la crianza de los hijos, el trabajo, la diversión, etc. Los cónyuges trabajan juntos con entusiasmo. El otro es visto como indispensable para el goce de las actividades que realizan en conjunto. A pesar conflictos ocasionales, es una unión enormemente satisfactoria y una fuerza en el crecimiento del individuo.

5.- El matrimonio total: El grado de acercamiento, en este matrimonio es similar al anterior. En él, todas las actividades son compartidas y el otro es indispensable para todo. Este tipo de relación es rara, pero posible. En toda pareja hay dificultades.

El divorcio es MÁS problema, NUNCA la solución.

Fines del Matrimonio

Los fines del matrimonio son el amor y la ayuda mutua, la procreación de los hijos y la educación de estos. (Cfr. CIC no. 1055; Familiaris Consortio nos. 18; 28).

El hombre y la mujer se atraen mutuamente, buscando complementarse. Cada uno necesita del otro para llegar al desarrollo pleno – como personas – expresando y viviendo profunda y totalmente su necesidad de amar, de entrega total. Esta necesidad lo lleva a unirse en matrimonio, y así construir una nueva comunidad de fecunda de amor, que implica el compromiso de ayudar al otro en su crecimiento y a alcanzar la salvación. Esta ayuda mutua se debe hacer aportando lo que cada uno tiene y apoyándose el uno al otro. Esto significa que no se debe de imponer el criterio o la manera de ser al otro, que no surjan conflictos por no tener los mismos objetivos en un momento dado. Cada uno se debe aceptar al otro como es y cumplir con las responsabilidades propias de cada quien.

El amor que lleva a un hombre y a una mujer a casarse es un reflejo del amor de Dios y debe de ser fecundo (Cfr. Gaudium et Spes, n. 50)

Cuando hablamos del matrimonio como institución natural, nos damos cuenta que el hombre o la mujer son seres sexuados, lo que implica una atracción a unirse en cuerpo y alma. A esta unión la llamamos «acto conyugal». Este acto es el que hace posible la continuación de la especie humana. Entonces, podemos deducir que el hombre y la mujer están llamados a dar vida a nuevos seres humanos, que deben desarrollarse en el seno de una familia que tiene su origen en el matrimonio. Esto es algo que la pareja debe aceptar desde el momento que decidieron casarse. Cuando uno escoge un trabajo – sin ser obligado a ello – tiene el compromiso de cumplir con él. Lo mismo pasa en el matrimonio, cuando la pareja – libremente – elige casarse, se compromete a cumplir con todas las obligaciones que este conlleva. No solamente se cumple teniendo hijos, sino que hay que educarlos con responsabilidad.

La maternidad y la paternidad responsable son obligación del matrimonio.

Es derecho –únicamente – de los esposos decidir el número de hijos que van a procrear. No se puede olvidar que la paternidad y la maternidad es un don de Dios conferido para colaborar con Él en la obra creadora y redentora. Por ello, antes de tomar la decisión sobre el número de hijos a tener, hay que ponerse en presencia de Dios –haciendo oración – con una actitud de disponibilidad y con toda honestidad tomar la decisión de cuántos tener y cómo educarlos. La procreación es un don supremo de la vida de una persona, cerrarse a ella implica cerrarse al amor, a un bien. Cada hijo es una bendición, por lo tanto se deben de aceptar con amor.

La gracia del sacramento del Matrimonio (CIC)

1641 «En su modo y estado de vida, los cónyuges cristianos tienen su carisma propio en el Pueblo de Dios” (LG 11). Esta gracia propia del sacramento del Matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia “se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la acogida y educación de los hijos» (LG 11; cf LG 41).

1642 Cristo es la fuente de esta gracia. “Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del Matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos” (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar “sometidos unos a otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero:

«¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición, que los ángeles proclaman, y el Padre celestial ratifica? […].¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu (Tertuliano, Ad uxorem 2,9; cf. FC 13).

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