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El culto a María: ¿Con qué título honramos a la Virgen María?

En cualquier parte del mundo donde está presente la Iglesia católica, la imagen de la Virgen María Inmaculada, irradia consuelo y confianza a todos sus hijos. Todos los católicos la honran por ser la Madre de Dios y de la Iglesia, y a ella le dirigen el rezo del Santo Rosario y, tres veces al día, la oración del Ángelus. ¡Canciones, estatuas imágenes, santuarios marianos, son la expresión del riquísimo culto a María!

Este culto hacia ella, ¿no está en contradicción con el primer Mandamiento de la Ley de Dios? Porque los protestantes y las sectas nos reprochan a nosotros, los católicos, que no lo observamos, pues el mandato del Señor exige claramente que sólo a Él adoremos: No tendrás otros dioses fuera de mí. No esculpirás estatuas ni figura ninguna; no las adorarás, ni les darás culto (Deut. 5,7-9). Junto a Dios, se nos reprocha, que hemos colocado a la Virgen y a los Santos; y que esto se opone al primer Mandamiento de la Ley de Dios…

Respondamos con fundamentos a la objeción que se nos hace.

I- ¿CON QUÉ TÍTULO HONRAMOS A LA VIRGEN MARÍA?

Fijémonos en la palabra «honramos». Los católicos honramos a la Madre de Jesucristo, la amamos y le rendimos homenaje, pero no la adoramos.

Honramos, mas no adoramos a la Virgen María. Fuera de Dios, no adoramos a nadie. Alguien se sorprenderá de que lo subraye con tanta insistencia. Mi aserto le parecerá la cosa más natural del mundo.

A ti, amigo lector, sí, porque tú, bien lo sabes, por ser católico, bien lo sabes. Pero no lo saben los de la acera de enfrente, quienes están convencidos de que nosotros adoramos a María.

Claro que si esto fuera verdad, se nos podría dirigir con todo derecho el reproche de que no observamos el primer Mandamiento. Pero no lo es; y cualquiera puede comprobarlo consultando un breve Catecismo, en que se hace patente que no adoramos ni a la Virgen María ni a los Santos. Cualquiera puede comprobarlo fijando su atención en nuestras oraciones, en que decimos: «Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.» Por tanto: Tú… ruega por nosotros; a Ti… no te adoramos.

Pero honramos a la Virgen Bendita, y la honramos más que a cualquier otra criatura. El corazón de un buen católico rebosa de amor a María…

Esto sí que hay que concederlo. Esto no lo negamos. Lo confesamos con orgullo. Ni podemos obrar de otra manera. 1º Honramos a la Virgen María porque es la Madre de nuestro Señor Jesucristo. ¿Quién es Jesucristo? El Hijo de Dios. El que no lo cree, no es cristiano. Pero el que lo cree y se postra en adoración ante Jesucristo, es imposible que pase fríamente por delante de su Madre Santísima sin expresarle su rendido homenaje.

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Si adoro a Cristo, ¿no tengo derecho de honrar a su Madre: ¿Le dolerá este homenaje a su Divino Hijo? ¿Menguará su honor? Pero ¿puede haber un hijo que no quiere que honren a su madre? ¿Puede haber un hijo que se sienta ofendido si honran a su madre? ¿No sucede todo lo contrario? De mí puedo aseguraros que no pondría los pies en una casa donde no se apreciase a mi madre.

Los que impugnan el culto de María ponen el argumento de que ellos solamente quieren a Jesucristo, le buscan tan sólo a El. Pues bien, también nosotros buscamos a Jesucristo pero junto a Él encontramos siempre a la Virgen María. Si por Navidad buscamos al Niño Jesús, y le encontramos en el frío establo, ¿en qué regazo descansa? Si le acompañamos en la huida a Egipto, ¿sobre qué pecho reclina su cabeza? Si entramos en la casita de Nazaret, ¿quién nos recibe, quién se afana por el Niño Jesús? Si seguimos a Cristo por el camino ensangrentado de la Pasión y nos ponemos al pie de la cruz, ¿podremos negar el más profundo y amoroso respeto a la madre que permaneció firme junto a su Hijo hasta que dio el último suspiro? Cuando acompañamos al Señor a la tumba, ¿en qué pecho descansa su cuerpo? Y si pudiésemos asomarnos al cielo, ¿junto al trono brillante de Cristo no encontraríamos de nuevo a la Virgen María, participando de la gloria divina, así como participó en esta tierra de sus padecimientos?

Así se entrelazan la adoración de Cristo y el culto de la Madre Inmaculada. Rezamos el Padrenuestro y el Avemaría. Adoramos a Dios y tenemos un acendrado amor a la Virgen María.

Así sucede desde que hay cristianos en el mundo, desde hace dos mil años.

No nos es lícito a nosotros, descendientes de los primeros cristianos, suprimir el culto de María, pues desde el primer «Ave» del Arcángel San Gabriel ha recibido el aprecio de todos los cristianos. ¿Podríamos olvidar que el día más solemne de la Historia, en medio de los terribles dolores del primer Viernes Santo, el mismo Cristo, clavado en la cruz, nos dio por Madre a María, al decir a su Madre y a Juan: «Mujer, éste es tu hijo. Hijo, ésta es tu madre»?

No. La verdadera religión de Cristo siempre ha rendido culto a María; la religión cristiana siempre tuvo a gala honrar a la Madre del Salvador.

Para describir cómo honraron nuestros mayores a la Virgen Bendita durante dos mil años no nos basta este capítulo, ni nos bastaría un tomo entero. Dirígete a cualquier parte del mundo, donde más te plazca, y observa ¡cuántas imágenes, cuántas estatuas, cuántas iglesias en honor de la Madre de Dios! Y a ella se han dirigido, no solamente los niños y las mujeres, sino los hombres de recio temple.

El corazón del emperador Maximiliano está enterrado en Altötting, en el célebre santuario mariano, tal como dice la inscripción: «Aquí descansa el corazón de Maximiliano I. Durante su vida no latió sino por las mayores hazañas y por el amor de la Madre de Dios. Has de saber, peregrino, que Maximiliano, aun después de la muerte, ama con todo el corazón a María.»

La carabela de Cristóbal Colón, la primera nave que trazó sobre las olas el camino de Europa al Nuevo Mundo, se llamaba Santa María; y lo primero que vio el Nuevo Mundo fue la imagen de la Virgen Santísima, colocada en la proa de la nave. Los Dux de Venecia se hacían pintar arrodillados a los pies de la Madre de Dios. Eugenio de Saboya, el gran guerrero, llevaba una imagen de María colgada de su espada. Murillo y Rafael le deben sus cuadros más hermosos; Palestrina compuso para Ella sus mejores obras…

No existe país cristiano que no tenga un santuario mariano, en el que millares y millares de fieles han encontrado por medio de María el camino que conduce a Jesús, su divino Hijo. Los que habéis estado en algún santuario mariano de fama mundial, por ejemplo, en Lourdes, Fátima, Einsiedeln, María Zell, Censtochau, Mária-Remete, Mária-Pócs, Szentkut, etc., sabéis lo que significa para nosotros el culto de María, las enormes gracias de conversión que por medio de la Virgen nos vienen.

II-¿CON QUÉ FIN HONRAMOS A LA VIRGEN MARÍA?

Las razones hasta ahora expuestas ponen de manifiesto que el culto de la Virgen Bendita, Madre de nuestro Señor Jesucristo, no están en contradicción con el primer Mandamiento de la Ley de Dios. Aún más, prueban todo lo contrario: que el culto de la Virgen María es completamente necesario, apéndice esencial de la religión cristiana.

Ahora añadimos otro pensamiento: ¿Qué significa para el alma humana el culto de la Virgen María? ¿Qué poderosa ayuda para la vida cristiana surge del culto de María?

¿Queremos saber cuántos beneficios nos vienen mediante el culto a María? Entonces ponderemos los tesoros de incalculable valor que perderíamos para la vida cristiana, si suprimiésemos este culto.

No me refiero ahora al inmenso tesoro que perdería con tal supresión la cultura y el arte. Se perderían las obras más hermosas de todas las ramas del arte. Sin el culto de María no se habrían levantado los sublimes santuarios dedicados a ella. Sin el culto mariano quedarían vacíos los primeros museos del mundo, porque nunca habrían pintado los inmortales cuadros de la Madonna ni Ticiano, ni Rafael, ni Guido Reni, ni Tiépolo, ni Carlo Dolci, ni Perugino, ni Corieggio, ni Murillo, ni los otros genios de la pintura. Sin honrar a la Virgen nunca habrían nacido las maravillosas composiciones musicales del «Ave María».

Todo esto perdería el arte con suprimir el culto de Nuestra Señora. Pero no hemos de tratarlo ahora.

El asunto es otro: cuánto perdería nuestra alma, qué fuentes de energía espiritual se cerrarían si suprimiésemos el culto de María. Perderíamos a nuestra Madre del cielo, que intercede por nosotros ante su Hijo. Perderíamos a la Madre que nos consuela en nuestros sufrimientos. Perderíamos a la Patrona de nuestra nación.

La Virgen María es mi ideal sublime, y no me basta dirigirme a ella en mis plegarias; no me basta mirarla desde abajo; sino que es deber mío seguirla. «¡La Virgen María es nuestra Madre del cielo!» ¿Qué consecuencias se desprenden de ello?

Un deber grande y santo: el de llevar una vida digna de la Virgen María. El hecho de llevar al cuello una medalla de María y tener colgada de la pared, encima de la cama, una imagen de la Señora, NO basta para honrar a la Virgen Madre. No, no basta; sino que mi interior ha de ser digno de María, y en mi hogar y en toda mi vida ha de reinar tal espíritu que la Virgen se sienta bien a mi lado.

La Virgen María es mi Madre, y ha de sentirse en su propia casa cuando está junto a mí. Ve todo cuanto hago, y no ha de encontrar nada de qué reprocharme. Oye todo cuanto digo, y no ha de reprenderme por ninguna palabra mía. Todo lo ve y todo lo oye, y ha de aprobar todos mis actos.

Se dice que el culto de María nos aleja de Cristo; que nos hace olvidar a nuestro Señor. ¿Nos lo hace olvidar? Es justamente todo lo contrario: nos lo recuerda constantemente y nos acerca más a Cristo. Porque No honra como debe a la Virgen el que solamente le canta coplas y le reza el Avemaría, sino el que ofrece toda su vida, todas sus palabras, todas sus obras a su purísima mirada, y después le pregunta: Madre Santa, ¿me estoy comportando como tú deseas?

En esto consiste el culto mariano de los católicos. ¿Qué energías brotan de este culto? Fíjate tan solo en el ejercicio del Mes de mayo. Entremos en una iglesia.

Desde el altar nos mira la Virgen con ternura. Suplicantes suben al cielo las invocaciones de la letanía: «¡Santa Madre de Dios, ora por nosotros!» «¡Madre Purísima, ora por nosotros!» «¡Consuelo de los afligidos, ora por nosotros!» La muchedumbre reza con profunda devoción. Todos se dirigen con amor a la Virgen María, nuestra Madre.

La Virgen Madre nos consuela en los momentos de sufrimiento.

El alma cansada recibe grandes consuelos a los pies de la Madre Purísima. Ella nos invita, alienta y ayuda a seguir a su Hijo.

La Virgen Madre nos consuela en los momentos de sufrimiento. Mirad en cualquier iglesia la imagen o la estatua de la Virgen Madre Dolorosa, al pie de la cruz. Todos acuden a ella implorando su ayuda. Nuestro Dios está clavado en la cruz, sufriendo a mares. Y a sus pies está la Virgen Madre, con el corazón traspasado. Esta imagen es para nosotros una fuente incalculable de energías.

¿Puede escandalizarse algún húngaro de que Hungría sea llamada «Regnum Marianum», «Reino Mariano»? San Esteban, nuestro primer rey, fue quien ofreció su reino a la Virgen Bendita.

El culto mariano es fuente de amor patrio abnegado y heroico. Porque el joven que honra a María, vive una vida pura, intachable. ¿Y no es éste el amor patrio más firme? La familia que honra a la Virgen no teme a los hijos, no sigue la práctica del «hijo único», no extingue el árbol de la vida. Y ¿no es éste hoy día el amor patrio más necesario?

El joven que honra a la Virgen María es sobrio, trabajador, honrado y cumplidor de su deber. Y ¿no es éste el amor patrio más eficaz? Sí, Madre Santísima, te honramos porque somos católicos, y Tú eres la Madre de nuestro Redentor. Sí, Madre Santísima, te honramos porque somos católicos, descendientes de todos los que te han honrado a lo largo de los dos mil años de la Era cristiana, y que tantas veces sintieron tu mano auxiliadora.

* * *

En la iglesia de Matías —o, con su verdadero nombre, de Nagyboldogasszony»—, a la derecha de la puerta principal, en una capilla, hay una estatua de la Virgen. Es de mármol, muy antigua. Creo que muchos hombres de Budapest no han visto todavía esta hermosa imagen. Y seguramente aún será menor el número de los que conozcan su leyenda.

Cuando los turcos asediaron Buda, y el ejército húngaro, que defendía la plaza, vio que ya era imposible salvar el castillo, los buenos católicos de Buda pensaron con preocupación cómo podrían salvar la hermosa estatua de su iglesia. Después de maduro examen, la metieron dentro de una pared para que no la encontrase el turco. Y en este escondrijo estuvo la estatua durante ciento cuarenta y cinco años. Nadie sabía ya de ella.

Pero un día, en el año ciento cuarenta y cinco de la dominación turca, las huestes cristianas cercaron Buda y empezó el gran combate de la liberación. En el ejército húngaro había un fraile franciscano que de todo entendía: «Gabriel de Fuego» era su apodo; Gabrielle D’ Aviano su verdadero nombre. Este fraile lanzó al castillo unas bombas ardientes de su propia invención. Una bomba dio en la torre de pólvora de los turcos. La torre saltó con terrible estruendo, la tierra temblaba, las paredes se derrumbaron…, y detrás de una de las paredes derruidas apareció la estatua de mármol de la Virgen Bendita. Los turcos se espantaron, los cristianos gritaban de júbilo; la suerte del castillo estaba asegurada: la Virgen Madre ayudó a sus amados húngaros, que en Ella tenían puesta su confianza, y poco tiempo después de liberada Buda fueron liberados también los demás territorios del reino, ocupados durante ciento cincuenta años por los turcos…

Hasta aquí la leyenda de la estatua mariana de Buda.

Inclinemos nuestra frente con humildad y confianza ante nuestra Madre, la Virgen Santísima, y dirijámosle las palabras del poeta:

«María, Tú has sido madre nuestra durante mil años.
Si nuestros mayores te imploraban,
Tú te inclinabas a ellos, propicia.
Puede Dios castigarnos con cien látigos;
Tú sólo una cosa has de implorar de Cristo bondadoso:
A la orilla de los cuatro ríos, en las tres montañas,
Sea siempre húngaro el canto mariano»

«Observa cuán adecuadamente brilló por toda la tierra, ya antes de la asunción, el admirable nombre de María y se difundió por todas partes su ilustre fama, antes de que fuera ensalzada su majestad sobre los cielos. Convenía en efecto, que la Madre virgen, por el honor debido a su Hijo, reinase primero en la tierra y, así, penetrara luego gloriosa en el cielo; convenía que fuera engrandecida aquí abajo, para penetrar luego, llena de santidad, en las mansiones celestiales, yendo de virtud en virtud y de gloria en gloria por obra del Espíritu del Señor» San Amadeo.

 

Tomado del libro «Los Mandamientos»

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