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¿Con qué título honramos a los santos?

Los santos han dejado que Cristo moldease su alma de tal manera que ha salido una obra maestra.

Los santos han dejado que Cristo moldease su alma de tal manera que ha salido una obra maestra.

En cualquier parte del mundo, si entramos en una iglesia católica —en una magnífica catedral, o en una pobre capilla—, lo primero que nos llamará la atención será la gran variedad de sagradas imágenes y estatuas que adornan los retablos, los muros, las bóvedas y las ventanas. Ya sean obras de famosos artistas, o de humildes artesanos, lo que importa es lo que significan: el culto que se tiene a los Santos.

Este culto de los Santos, tan floreciente en la Iglesia católica, es el blanco principal al que se dirigen nuestros adversarios para atacarnos. Constantemente nos acusan de no observar el primer Mandamiento de la Ley de Dios: No harás para ti imagen de escultura ni figura alguna, no las adorarás (Éxodo 20.4-5).

¿Por qué damos culto a los Santos?

Del fondo mismo de nuestra naturaleza humana la admiración por los héroes. Los Santos pertenecen realmente al número de los hombres más grandes y de los héroes más insignes. Por este título los honramos. Su grandeza moral, su gran espíritu de sacrificio, su magnanimidad y comportamiento heroico despiertan en nosotros un sincero respeto.

Por la Historia sabemos que todos los pueblos apreciaron a sus grandes hijos, a sus héroes, y honraron su memoria e inculcaron a la juventud su recuerdo para imitarlos porque la grandeza incita a la imitación. Los Santos han sido realmente grandes hombres, los mayores héroes, y por esto merecen nuestra admiración y deseo de imitarles.

¿Qué es propiamente un Santo? Algunos pensarán que el hombre que hace milagros. Pero esto no es correcto: tenemos muchos Santos que no obraron ningún milagro en su vida.

Pues, ¿qué es un Santo? «Un hombre que no ha tenido defectos» — contestará otro. Tampoco es exacto; porque por el mero hecho de ser hombres, tienen defectos e inclinación al mal. También los Santos tuvieron tentaciones y sintieron el incentivo del pecado; pero lucharon —y esto es justamente lo característico de ellos—, lucharon hasta el final.

¿Qué es el Santo? El Santo no es un hombre que tiene la cara triste, que nunca se ríe, que todo lo considera pecaminoso. ¡Qué terrible deformación del concepto de santidad!

Los Santos suelen ser muy alegres. San Francisco de Sales decía que «un santo triste es un triste santo.» A San Felipe Neri le encantaba andar con los jóvenes en alegre algazara. Don Bosco animaba a sus muchachos a que fuesen muy alegres.

No puede ser de otra manera. El que tiene el alma en paz, está siempre alegre.

Alguien ha escrito que cuando Inglaterra era católica se notaba más alegría en el rostro de los ingleses. No sé si será justa la afirmación. Pero en los países más católicos siempre salta a la vista, la alegría y animación del pueblo.

La santidad no aniquila la propia personalidad, no nos hace a todos iguales como objetos de fabricación en serie. Es un mérito del Catolicismo: no destruye las cualidades de los diferentes pueblos y razas, sino que al elevar sus cualidades más nobles, los espiritualiza. Y así —aunque llamemos «Santos» a todos los héroes de la vida espiritual— cada Santo lleva en sí las cualidades de su nación y de su raza.

Las buenas cualidades del pueblo romano se manifiestan acrecentadas en San Ambrosio, San León Magno, San Gregorio el Grande. Los nobles rasgos del africano brillan en San Agustín, en San Cirilo de Alejandría.

¿Qué es, por tanto, la «santidad»?

La Iglesia católica canoniza a los hombres que han vivido las virtudes cristianas en grado heroico, por haber moldeado su alma según la santidad de Dios.

¿Qué son, pues, los Santos?

Los Santos son artistas en este sentido. Han dejado que Cristo moldease su alma de tal manera que ha salido una obra maestra.

Admiramos a los grandes escultores porque dan alma al bloque frío del mármol, de manera que su estatua «casi habla». Los Santos se han dejado moldear de tal manera, que por ser tan parecidos a Jesucristo, puede el Dios Padre decir: Este es mi Hijo amado, en quien tengo puestas mis complacencias.

Cada Santo ha sido ejemplar en algún aspecto de la vida cristiana. Si aplaude la Historia —y con todo derecho— los hombres eximios, en cuyos hechos y en cuya vida la naturaleza humana ha llegado a su más hermosa floración —poetas, sabios, artistas, guerreros—, es también razonable y legítimo que los cristianos rindamos culto a aquellos que nos han precedido con su buen ejemplo de vida.

El culto de los Santos no desluce ni mengua el honor que le debemos a Dios. Todo lo contrario. Así como contemplamos con admiración las excelsas criaturas de Dios —las cumbres nevadas, las flores, el cielo estrellado, las hermosuras de la creación…— admiramos también la hermosura más sublime, el alma de los Santos, en que brilla la hermosura de la gracia del Señor.

En los Apóstoles honramos la palabra del Verbo divino, que transformó el mundo; en los mártires, la fuerza de Jesucristo, que todo lo vence; en las vírgenes, la victoria de su pureza celestial.

La vida de cada Santo es un verdadero panegírico, es un «Tedeum» de alabanzas, es un himno que canta la hermosura, la bondad, la misericordia, el amor de Dios. En cada gota de sangre y de sudor derramada por los Santos hubo una gota de la sangre y del sudor de Cristo. En su corazón se percibía el latido del Señor; allí ardía Su amor. Todos los dolores que soportaron no eran sino una espina de la cruz de Cristo; todas sus obras meritorias eran mérito del divino Redentor. En los Apóstoles honramos la palabra del Verbo divino, que transformó el mundo; en los mártires, la fuerza de Jesucristo, que todo lo vence; en las vírgenes, la victoria de su pureza celestial.

¿Por qué son grandes los mártires, que sacrificaron su vida? Porque se entregaron como Jesucristo, sacrificando su propia existencia por ser fieles a Dios. ¿Por qué son grandes los Santos que nos cautivan por sus obras de misericordia? Porque supieron tener los mismos sentimientos misericordiosos de Cristo. Tantos Santos, tantas copias de Cristo. Y todas son distintas, todas son personales. Todas son valiosas y en todas se destacan los rasgos de nuestro Señor Jesucristo.

Veneramos a los Santos también porque han sido los héroes de la vida, según Cristo.

Los Santos fueron héroes. Hombres frágiles, mortales como nosotros, pero poseídos de un gran ideal: Jesucristo.

Los Santos no tenían más que un alma. Por esto fueron héroes, héroes de la vida cristiana. Nosotros tenemos… dos almas. Por esto nos llevan mucha distancia. Somos los luchadores tímidos y vacilantes de la vida cristiana.

¿Qué entiendo al decir que tenemos dos almas? Dos almas tiene el político cristiano que sostiene que el Estado moderno no puede ser ya gobernado según los principios del Decálogo. Dos almas tiene el comerciante que, por amor al dinero, mira con desprecio el tercero, el séptimo y el octavo Mandamientos. Dos almas tiene el médico cristiano que, por seguir los criterios del mundo, aconseja a los jóvenes una vida inmoral y a las madres el infanticidio. Dos almas tiene la joven cristiana que, por seguir la moda, admite todas sus frivolidades.

Pues bien; al mirar a un Santo, tenemos que exclamar: ¡Por fin un hombre! ¡Todo un hombre! ¡Carácter! ¡Firmeza! ¡Héroe! ¡Santo!

Honremos también a todos los héroes modernos, que en medio de un mundo que vive de espalda a Dios, saben ser coherentes con su fe católica…

Decidme, pues, ahora si el culto de los Santos es realmente idolatría, transgresión del primer Mandamiento, o más bien, la manifestación más sublime de la naturaleza humana.

Sí, veneramos a los Santos porque con su ejemplo de vida nos estimulan a ser mejores. Sí, en nuestros asuntos, podemos implorar la intercesión de los Santos. Sí, colocamos las imágenes y estatuas de los Santos ante nosotros, así como colocamos en las calles las estatuas de los grandes hombres, para que nos muevan a imitarlos.

Podemos rezar con fervor ante la imagen de la Virgen María y las estatuas de los Santos. Pero antes de ello, al entrar en la iglesia, hemos de postrarnos en adoración ante el Santísimo Sacramento. Es natural que al entrar en una casa, saludemos primero al dueño, y después, sólo después, a sus familiares. ¿Quién es el que preside la iglesia? Nuestro Señor Jesucristo, presente en el Santísimo Sacramento. El es el primero. Sólo después de saludarle a El, me es lícito dirigirme a los Santos.

***

Resumo: nosotros los católicos adoramos únicamente a Dios. Pero tenemos derecho de venerar a todos aquellos que en su vida realizaron el ideal cristiano. El culto de la Virgen y de los Santos nos estimula a ser mejores cristianos. Ellos son las estrellas, que reciben su fulgor del único Sol, nuestro Señor Jesucristo. Honramos a las grandes figuras, a los héroes de la Humanidad; por esto veneramos también, y de un modo especial, a los héroes más excelsos: los Santos.

En todos los órdenes amamos las alturas. Nos gusta mirar a los gigantes del espíritu que descuellan sobre nosotros, amoldarnos a ellos, asirnos de su mano; ellos son las cimas de la Humanidad; los que han vivido en el aire más puro de las alturas espirituales; los que desde allá arriba divisaron horizontes más lejanos.

¿Sabéis ya quiénes son los Santos? Cimas alpinas que descuellan sobre la llanura de la vida diaria, que irradian una luz como la del sol, y que nos descubren los horizontes inmensos de la vida heroica y santa. El hombre de la gran ciudad, después del estresante trabajo diario, siente que es necesario salir y ascender a los montes cercanos y respirar a pleno pulmón el aire fresco; y no le pesan las fatigas que tendrá que soportar. Hace bien. Lo necesita. Imitemos también a los héroes de la vida cristiana, los Santos, porque imitándolos, nos asemejamos más al modelo perfecto y eterno: nuestro Señor Jesucristo.

Los Santos, hombres semejantes a nosotros, frágiles e inclinados también al pecado, nos dicen con su vida: ¡No temas, hermano! También tú puedes ser santo.

El culto de los Santos es la garantía de la supremacía del espíritu sobre la materia y sobre la mera cultura técnica.

Ellos nos comunican fuerza y perseverancia para imitar a Jesucristo.

Por todas partes se oye la queja de que escasean los hombres de carácter, de que son pocas las personas realmente ejemplares. Pero aquí están nuestros Santos, personas como nosotros, que nos invitan a subir hacia arriba.

Fíjate. Inmediatamente después de celebrar la fiesta de Navidad, al día siguiente, se celebra la fiesta de un Santo y Mártir: el diácono San Esteban, el protomártir, el que primero ofreció su vida por Cristo. ¿Por qué tiene tanta prisa la Iglesia en presentarnos a este santo. Hijo —nos dice la Iglesia—, has de saber que no basta que te emociones con la noche de Navidad. ¡No basta! Tu amor a Jesucristo tiene que demostrarse con el sacrificio, hasta incluso dar la vida por Él. Es lo que nos enseña San Esteban con su vida y martirio.


Tomado del libro «Los Mandamientos»

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