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Superstición: Deformación del sentimiento religioso

La superstición es la deformación del sentimiento religioso que ofende a Dios. ¿Quiénes caen en superstición? Aquellos que atribuye a cosas poderes que solo le pertenecen a Dios.
Superstición: Deformación del sentimiento religioso

Hemos visto en el primer Mandamiento que Dios quiere que le alabemos y adoremos, que le demos gracias, y que hagamos Su voluntad, llevando una vida religiosa y honrada.

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica, 2111: «La superstición es la desviación del sentimiento religioso y de las prácticas que impone. Puede afectar también al culto que damos al verdadero Dios, por ejemplo, cuando se atribuye una importancia, de algún modo, mágica a ciertas prácticas, por otra parte, legítimas o necesarias. Atribuir su eficacia a la sola materialidad de las oraciones o de los signos sacramentales, prescindiendo de las disposiciones interiores que exigen, es caer en la superstición (cf Mt 23, 16-22)».

Según el Catecismo de la Iglesia Católica, la superstición es un pecado contra el Primer Mandamiento porque atribuye a cosas poderes que solo le pertenecen a Dios.

Pero ¿y si alguno quiere vivir sin tener en cuenta para nada la religión? ¿O si cree posible ahogar en su pecho el deseo del alma que quiere volar hacia Dios?

Vamos a ver: ¿es esto posible? ¿Es posible una vida digna del hombre sin religión? NO es posible. El hombre podrá violentar su alma y ahogar sus sentimientos religiosos, pero estos sentimientos vehementes y reprimidos se abrirán otros cauces en la superstición, expresándose en una especie de caricatura, befa de la verdadera religiosidad.

La superstición es la deformación del sentimiento religioso, que ofende, por tanto, a Dios, es una caricatura del culto religioso.

La superstición se da, no sólo entre los hombres analfabetos, sino — por desgracia— aun entre los hombres más cultos y civilizados.

¿Qué nos enseña el Catecismo? ¿Quiénes caen en superstición? Aquellos que atribuyen a una cosa las fuerzas que Dios no les dio.

La gente sencilla cae en la superstición generalmente por ignorancia; y por esto mismo, no es tan responsable, ni su error es tan grave a los ojos de Dios. Pero el hombre culto que practica la superstición, si es plenamente responsable de lo que hace, porque peca, no de ignorancia, sino de curiosidad por las cosas ocultas, mostrando así su poca confianza en Dios; de esta forma hace befa y escarnio de la verdadera religión.

En una palabra: el hombre o es religioso o es supersticioso. Cierra las puertas de tu espíritu al Dios verdadero y los espectros entrarán envueltos en blancas sábanas por las ventanas. Deja de creer en el «Credo» y creerás en mil tonterías. El alma humana no puede por menos de ser religiosa, porque anhela a Dios, y cuando de Él se aleja, sus sentimientos religiosos se traducen en la más ridícula superstición.

¡Es realmente lamentable cómo abundan las prácticas supersticiosas!

Las aldeanitas van a las gitanas para que les digan la buenaventura. El hombre culto acude a la «pitonisa», al médium, y cree a pie juntillas todo lo que ella lee en la palma de su mano. Llevar una medalla de la Virgen al cuello se considera cosa anticuada, «de la Edad Media»; pero colgarse un trébol de cuatro hojas, eso «trae buena suerte».

¿Un crucifijo en la pared del cuarto? Ya no está de moda; pero poner una herradura «trae buena suerte». ¡Cuántas cosas se hacen porque «traen buena suerte»! ¡Y cuántas cosas se evitan porque «traen mala suerte», como el desgraciado número 13!

Hay otra superstición que está más de moda, la que se acostumbra entre la gente culta: la evocación de los espíritus. Personas de ambos sexos se reúnen para pasar una tarde entretenida. ¿De qué manera? Ponen el aposento a oscuras; uno de ellos se sienta al piano, los demás rodean la mesa, colocan las manos sobre ella de modo que se toquen, y uno —el médium, es decir, la persona que «entiende de evocar los espíritus»— llama a las almas de los difuntos. La mesa empieza a moverse, da golpes, baila. Se le hacen preguntas, y la mesa contesta con golpes. Se pone una moneda de plata sobre las letras del abecedario; la mano del médium está sobre la moneda y el espíritu guía la mano: las respuestas son a cual más sorprendentes.

Los asistentes están impresionados por las cosas misteriosas que están ocurriendo.

Aparece el espíritu de Herodes, el de Napoleón, el de otros personajes históricos, y contestan, contestan… El médium evoca después el espíritu de San Pablo. Este aparece. Se le propone una pregunta teológica; y San Pablo —el teólogo profundo— da una respuesta tan necia a una sencilla pregunta de religión, que se reirían de ella aun los niños que aprenden el Catecismo. Aparece luego los espíritus de más gente famosa…

Entre tanto parece que se mueven los cuadros de la pared… caen del aire pétalos de rosas, el armario cruje con estrépito… Y cuando termina la sesión y se ilumina la habitación, los presentes jurarían, que han hablado con los espíritus.

¿Qué es lo que realmente ocurre en estas sesiones de espiritismo?

Gran parte de estos fenómenos misteriosos no es otra cosa que simples engaños, trucos de hábil prestidigitador, que se hacen pasar por médiums que hablan con los espíritus. Todo lo hacen ellos, y no los espíritus. En efecto, ¿por qué la habitación ha de estar a oscuras? ¿Por qué no vienen los espectros de los difuntos a la luz del día?

Por supuesto, no todo es puro truco y engaño; hay muchas cosas que son fruto de la ilusión. Es fácil de imaginar. Como cuando al atardecer, bajo la luz mortecina del crepúsculo, en la semioscuridad, si miramos un poco excitados un rincón oscuro de la habitación, ¡cuántas cosas percibimos allí… ¿no es verdad?

«¡Despacio, despacio! —me interrumpe un espiritista—; allí suceden cosas tan misteriosas que no pueden explicarse ni por el engaño ni por la ilusión. La única explicación posible es que allí hay almas…»

Pues yo no acepto esta explicación. Por muy peregrinas y extrañas que sean las cosas que acontecen en las sesiones espiritistas, creo que siempre es más razonable, más digno del hombre racional, decir «allí están en juego facultades humanas todavía inexploradas y fuerzas todavía ocultas», que afirmar la presencia de las almas.

Y si realmente fuese así, como dicen los espiritistas —repito que yo no lo creo—, si de veras estuviéramos en presencia de los espíritus, una cosa, por lo menos, hay cierta: no pueden ser espíritus humanos.

¿No? ¿Por qué?

Porque no concuerda con el pensamiento soberano de Dios ni con la seriedad de la vida eterna, el que podamos llamar a nuestro antojo las almas de nuestros semejantes.

Y tengamos presente que el diablo no hace circo de balde.

No concuerda con la idea de Dios el que ocho o diez personas adultas para entretenerse una tarde y colmar su curiosidad tengan a su disposición las almas de los difuntos para hacer funciones de circo. Por lo tanto, si en las sesiones espiritistas hay en realidad espíritus —¡otra vez repito que no lo creo!—, estos espíritus no pueden ser sino ángeles caídos, espíritus malos. Y tengamos presente que el diablo no hace circo de balde. Si lo hace, pedirá una entrada muy subida.

Y en este punto tocamos ya la parte religiosa de la cuestión, y podemos comprender por qué la Iglesia católica prohíbe a los fieles, bajo pena de pecado, que tomen parte en una sesión espiritista. Permite —esto sí— que los psicólogos, los médicos, los científicos, estudien seriamente el espiritismo para dar una explicación del mismo; pero prohíbe a los fieles el curiosear en las sesiones espiritistas.

¿Por qué? Muchos se extrañan de ello, y dicen que la Iglesia tendría que alegrarse positivamente del movimiento espiritista.

Estos tales reflexionan de esta manera: «Hoy día hay muchos hombres materialistas que niegan la existencia del alma. La Iglesia católica se esfuerza en probarla con toda clase de argumentos racionales difíciles. Siguen negándola muchos. Y ved ahí que los espiritistas hasta llegan a hablar con las almas… Es un argumento decisivo a favor de su existencia».

¿Qué contesta la Iglesia? No se requieren experiencias tan oscuras y nebulosas para probar la vida del más allá. Nos bastan las palabras de Nuestro Señor Jesucristo que nos hablan de la vida eterna.

El espiritista no puede ser materialista —lo concedo—. Reconozco que el espiritismo suscita un pseudosentimiento religioso, incierto y nebuloso; pero ¡cuán lejos se queda de la verdadera religiosidad!

Todas las mañanas, temprano, voy a decir Misa a la capilla de la Universidad; y para ello he de atravesar ciertas calles bulliciosas de Budapest, en las que me tropiezo muchas veces con grupos de borrachos que vuelven a su casa tambaleantes después de pasar la noche de juerga. Hombres que cuando están sobrios no me saludan, a mí por ser sacerdote, pero que cuando están bebidos me saludan con profundo respeto. Podría decir alguien: «¡Bebamos, pues, porque así suscitaremos más los sentimientos religiosos!» ¿Diremos que por estar más borrachos son más religiosos?

No, yo no he oído todavía que de las sesiones espiritistas los hombres hayan salido con ganas de ir al confesonario o a la Santa Misa; lo que sí he oído es que de las sesiones espiritistas algunos han acabado en el manicomio. Y por esto la Iglesia prohíbe asistir a las sesiones espiritistas: porque quebrantan el equilibrio psíquico y ahogan la verdadera religiosidad.

La fe es un río de bendiciones para la Humanidad; la superstición, en cambio, es un diluvio devastador, que llena de fango los campos en que deberían abrirse con fuerza las flores de la fe verdadera.

Yo no creo en el trébol de cuatro hojas, no creo en el vaticinio de la gitana, no creo en los naipes… Creo en Dios. No creo en el grito de la lechuza, no creo en la herradura de la suerte… Creo en el Hijo unigénito de Dios, en nuestro Señor Jesucristo. Y no creo en los espectros, no creo en el espiritismo… Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

Nota del Editor sobre prácticas actuales

Sobre el Año Nuevo

Las supersticiones de Año Nuevo son prácticas bastante extendidas entre las personas que buscan mejorar su futuro poniendo su esperanza en actividades como salir a correr con maletas, comer 12 uvas o vestir prendas de color amarillo.

Sin embargo, la Iglesia Católica enseña que todo tipo de superstición es contraria a la fe cristiana. 

Además, el Catecismo también advierte que la superstición, al ser una desviación del culto que le debemos al verdadero Dios, «conduce a la idolatría y a distintas formas de adivinación y de magia». Por eso, deben rechazarse aquellas prácticas «mágicas» o supersticiones de Año Nuevo que buscan alterar el futuro con el fin de conseguir dinero, viajes o mayor suerte en el amor.

Tomado del libro «Los mandamientos»

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