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¿Cómo podemos llegar a ser Santos, amigos de Dios?

Al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, debe suscitar en nosotros el gran deseo de ser como ellos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios, este es el significado de la solemnidad de hoy.
Los Santos son nuestros amigos

Los santos son para nosotros amigos y modelos de vida. Invoquémoslos para que nos ayuden a imitarlos y esforcémonos por responder con generosidad, como hicieron ellos, a la llamada divina.

Por Benedicto XVI

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¿Cómo podemos llegar a ser Santos, amigos de Dios? Benedicto XVI responde

El Papa Emérito Benedicto XVI explica que la liturgia de la Solemnidad de Todos los Santos nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría.

«Contemplamos el misterio de la comunión de los santos del cielo y de la tierra» Señala Benedicto XVI y manifiesta que no estamos solos; «estamos rodeados por una gran nube de testigos: con ellos formamos el Cuerpo de Cristo, con ellos somos hijos de Dios, con ellos hemos sido santificados por el Espíritu Santo. ¡Alégrese el cielo y exulte la tierra! El glorioso ejército de los santos intercede por nosotros ante el Señor; nos acompaña en nuestro camino hacia el Reino y nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria en medio de sus santos».

«Los santos no son una exigua casta de elegidos -explica el Papa-, sino una muchedumbre innumerable, hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios».

Igualmente el Papa Emérito señala que el 1 de noviembre la Iglesia celebra su dignidad de «madre de los santos, imagen de la ciudad celestial» (A. Manzoni), y manifiesta su belleza de esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. «Ciertamente, no le faltan hijos díscolos e incluso rebeldes, pero es en los santos donde reconoce sus rasgos característicos, y precisamente en ellos encuentra su alegría más profunda».

A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio

Así mismo, señala que en la primera lectura de la Solemnidad, el autor del libro del Apocalipsis describe a los santos como «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua» (Ap 7, 9). Refiriendo que el «pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo».

«Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos» alega el santo Padre.

«Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia», continúa diciendo.

«Pero, ¿Cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa:  para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva:  es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. “Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará” (Jn 12, 26).

Las biografías de los santos (…) presentan a hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio

Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo».

Las biografías de los santos ― dice el Papa― presentan a hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, «han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero» (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.

«La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa:  “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él» exhorta Benedicto XVI.

«Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, “perderse a sí mismos”, y precisamente así nos hace felices.

Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta basílica. Dice Jesús: “Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia” (cf. Mt 5, 3-10)»

En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia».

Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.

En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48)».

Finalmente el Papa finaliza su discurso con estas palabras: «Los santos son para nosotros amigos y modelos de vida. Invoquémoslos para que nos ayuden a imitarlos y esforcémonos por responder con generosidad, como hicieron ellos, a la llamada divina. Invoquemos en especial a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Que ella, la toda santa, nos haga fieles discípulos de su hijo Jesucristo».

Homilía de su Santidad Benedicto XVI,
1 de noviembre de 2006

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