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Cómo aprovechar la ociosidad, «el tiempo libre»

Dice Stevenson que existe una ociosidad positiva, esta ociosidad «no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas no reconocidas», es decir, hacer algo distinto de un trabajo servil: por ejemplo, mirar a las estrellas, recolectar flores, «llegar a la contemplación».

Dice Stevenson que existe una ociosidad positiva, esta ociosidad «no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas no reconocidas», es decir, hacer algo distinto de un trabajo servil: por ejemplo, mirar a las estrellas, recolectar flores, «llegar a la contemplación».

Por Miguel Sanmartin Fenollera

***

De la ociosidad sagrada

«Existe la ociosidad sagrada, cuyo cultivo está ahora terriblemente descuidado» George Macdonald.

La pereza es probablemente el menos comprendido de todos los pecados capitales, quizá por ser el más discreto en términos de gravedad; es la cenicienta de los pecados, el más disculpable –en apariencia–, y por eso le prestamos menos atención que a los otros; «la bestia de suave sonrisa» dice en acertada expresión John Senior.

La prueba está en que, por pereza solemos entender, con manifiesto error como señalaré más adelante, la falta de actividad, la pasividad ociosa y lánguida; pero definirla de esta manera es mirar, grosso modo, solo una de sus posibles manifestaciones –que además puede resultar equívoca–, sin decir nada de su naturaleza. Por eso es necesario prestarle mayor atención. Y si lo hacemos, veremos que, de hecho, sus manifestaciones pueden encontrase tanto en la hiperactividad como en la inactividad. 

Probablemente esta defectuosa percepción venga causada por nuestra cultura mecánica y material, en la que todo está en movimiento continuo, en la que todavía se tienen por ciertos conceptos como progreso y evolución de los que es sinónimo el mismo movimiento; hemos olvidado que no toda acción es exitosa y que no todo acto es logro. El uso extremo de la energía productiva, del cambio, del movimiento, puede ser decididamente perezoso y por tanto pernicioso. Y sin embargo es igualmente disculpable; es más, en este caso, suele ser alabado y elogiado.

Pero hacer por hacer supone tan mal comportamiento como no hacer por no hacer, siempre que lo que se haga o se deje de hacer no sea resultado de un buen propósito. 

Así, elogiamos comportamientos esencialmente perezosos y carentes de virtud como el desenfreno hiperactivo, al tiempo que confundimos (también por esa falta de atención), lo que es ocio con pereza, lo que es vicio con virtud. Hemos olvidado aquello que George Macdonald calificó de «ociosidad sagrada».

En nuestro tiempo existe una sobrevaloración de la actividad en general, y esto lo contamina todo. Como dice Josef Pieper, se trata de la «incapacidad de dejar que suceda meramente algo, la impotencia para recibir sin más y permitir que a uno mismo le ocurra algo». La causa de que esto sea así reside en que esta actitud presupone humildad, modestia y exige efusión y gratitud. Se trata de aceptar un regalo, saber recibirlo y mostrar agradecimiento por ello. Pero somos demasiado orgullosos para desear hacerlo o siquiera saber hacerlo. 


Y es esta finalidad –la contemplación– es la que ha de ayudarnos a discernir que es pereza y que es «ocio sagrado». De esta manera, la pereza no se agota en sí misma en la nada.
«Il dolce far niente» de los antiguos romanos (la «inertia dulcedo» de Tácito), es tan pernicioso y pecaminoso como el activismo febril si no conduce a la contemplación.

Hablo de esa holgazanería sagrada a que se refiere Macdonald y que es redefinida por Madelaine L´Engle como el momento en el que el pensamiento imaginativo toma el relevo del pensamiento racional y se abre camino hacia la contemplación; como decía Macdonald en una de sus oraciones: «hasta que al fin haya un camino abierto entre Ti y nosotros, y tus ángeles suban y desciendan sobre nosotros, para que estemos en tu cielo, y mientras estemos en tu tierra». En otras palabras, participar en la ociosidad sagrada es imaginar un camino de sueños abierto entre nosotros y el cielo, mediante el cual poder acercarse a las cosas en sí y experimentar la verdadera naturaleza de las mismas mientras todavía estamos «aquí en Su tierra». 

consistiría en un hacer algo distinto de un trabajo servil: por ejemplo, mirar a las estrellas o recolectar flores.

Por lo tanto, tampoco se trata de una absoluta inactividad, de una inmovilidad persistente, sino, como señalaba agudamente Stevenson, esta ociosidad «no consiste en no hacer nada, sino en hacer muchas cosas no reconocidas en los dogmáticos formularios de las clases dirigentes», es decir, consistiría en un hacer algo distinto de un trabajo servil: por ejemplo, mirar a las estrellas o recolectar flores.

En todo caso, como decía Macdonald, eso está olvidado. Y hoy más que nunca. En nuestro mundo sufrimos de dos alteridades, igualmente extremas e igualmente perniciosas.

Por un lado, tenemos el activismo febril, que ha sido denominado por Caturelli, con gran acierto, como «pereza activa»: «La contemplación (imperfectísima en las obras humanas, imperfecta en los efectos divinos en el tiempo, perfecta en Dios allende el tiempo) es visión y amor del bien espiritual. De ahí que un mundo inmanente a sí mismo solamente produce un activismo seco y desesperante al que llamo pereza activa, pues es amargura y huida de la vida interior donde se contempla el bien espiritual y alocado movimiento productor de bienes físicos, de confort y de desmemoria de sí»

Consecuentemente la «pereza activa» ha llevado a la absolutización del trabajo. «Desde la aparición del industrialismo –sigue diciendo Caturelli-, en la medida que su propio desarrollo se lleva a cabo inmerso en el inmanentismo de un mundo autosuficiente, tiende a considerar al hombre como “productor” y no como persona trascendente al acto mismo del trabajo. Por este motivo profundo, la absolutización del trabajo reemplaza el ocio contemplativo (optimista, intelectualista, trascendentista) por un triste activismo diario que odia todo valor trascendente al mundo del trabajo»

El pelagianismo y la acedía se encuentran muy cerca de esta pereza activa, que en todo caso parece una manifestación más de un pecado capital, se llame como se llame este. 

Y por otro lado, tenemos a más de un tercio de la población (y el porcentaje se eleva cuanto más jóvenes), sumidos en un estado de cuasi postración, entre pereza, astenia y depresión; aislados unos de otros y sumergidos en una realidad virtual paralela y alienante. Incapaces de comunicarse personalmente, incapaces de sobreponerse a la frustración o al fracaso. 

La gente anhela más tiempo libre pero realmente no sabe para qué. Es como un deseo difuso pero invencible, tan ansioso e irreprimible como la imperiosa necesidad de respirar; un impulso tan inconsciente como irrefrenable, pero que no apunta realmente en ninguna dirección.

Hoy se siente esta ausencia más que nunca y se busca desesperadamente llenar su vacío: nesting, mindfulness, yoga… Pero amigos, no se busca dónde debe buscarse. Como siempre, se trata, no de remedios sino de remiendos. Sustitutivos apresurados, con promesas vacías de prontos resultado. Y como mayor yerro, se presentan como fines en sí mismos prometiendo un estado anímico humano como objetivo mediato con vistas a posibilitar una laboriosidad centrada en el dinero y en el consumo. Se trata únicamente de fórmulas para desconectar y rebajar el estrés generado por esa fruición laboral.

La gente anhela más tiempo libre pero realmente no sabe para qué. Es como un deseo difuso pero invencible, tan ansioso e irreprimible como la imperiosa necesidad de respirar; un impulso tan inconsciente como irrefrenable, pero que no apunta realmente en ninguna dirección. O quizá si, quizá se trate solo de algo negativo: la liberación de los deberes y las responsabilidades, de los horarios y las expectativas.  En todo caso, esto no arregla nada. Caminos equivocados que persiguen fines errados y peligrosos (como el yoga) o viejas herramientas mal utilizadas que trabajan para fines inconvenientes (como los llamados nesting y mindfulness).

Dakota Woman - Cómo aprovechar la ociosidad, «el tiempo libre»

Porque lo cierto es que, al terminar estos paréntesis utilitarios, volvemos a nuestra realidad apresurada, consumista y materialista, y tenemos que “ponernos al día” con nuestras listas de tareas y con el sinfín obligaciones sobre contactos, actividades y labores que hemos bloqueado deliberadamente mientras estábamos en nuestro refugio temporal. Y lo peor de todo, lo que resulta absolutamente errado es su objeto: mantenernos preparados y “sanos” para la competición y el trabajo obsesivo que con que nos “obsequiamos”. Cuando volvemos a los contextos de nuestra vida cotidiana, vemos que el denominado ocio en realidad no era más que una ociosidad utilitarista que más que acercarnos nos aleja de la contemplación, y que en realidad disfraza convenientemente un nuevo modo de pereza.

Y los niños y los jóvenes –los nuestros, sí–, son víctimas propicias de estos males. Lo vemos todos los días. De entrada, los tenemos sujetos a una incesante actividad de lo que podríamos llamar formación utilitarista/hedonista, con cursos escolares y extra escolares, con clases de todo tipo que los dejan agotados y exhaustos. Pero, sobre todo, nuestros chicos no saben esperar, no saben mirar con atención nada; se desesperan y se irritan ante la demora, el silencio o la necesidad de prestar atención. La ansiedad y la prisa forman parte de su modus vivendi. En suma, no saben (creo que ni tan siquiera pueden) aburrirse. Se han vuelto intolerantes al sano aburrimiento. Pero hay que seguir hablando. Y hay que seguir diciendo que la lectura es un bálsamo para este mal. 

Por un lado los libros les habitúan a sosegarse, a reposar, a prestar una atención, silente y pausada (no la frenética y agitada de los juegos de ordenador). Y por otro, los buenos libros son, como sabemos, graneros de donde reposan, para su alimento, toneladas de imaginación y fantasía, y hasta a veces, raras veces es verdad, la naturaleza real de las cosas mismas.

«Era una tierra plácida, de inquieta y dulce fantasía,
en la que, ante nuestros ojos entornados, brotaban sueños
de fantásticos castillos en nubes pasajeras,
aquellas que jamás huyen de un cielo de verano».
(Castillo de la Indolencia. James Thomson).

Y termino recordando la idea de Aristóteles de que «solo en el ocio somos más humanos»; así que volvamos, y con premura, a la practica de la «ociosidad sagrada» que clamaba George Macdonald, regresando a esa «tierra plácida de inquieta y dulce fantasía», y hagámoslo, entre otras formas, leyendo; leyendo buenos libros con nuestros hijos. Nos hará bien a unos y otros.

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