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El cardenal Müller deja claro que la obra de Lutero «tuvo un efecto contrario a la voluntad de Dios»

 

Durante este 2017 se están multiplicando los actos de conmemoración por los 500 años de la Reforma protestante que provocó Martín Lutero. Algunos de estos actos se están produciendo también en el seno de la Iglesia Católica. Esta semana, en la Universidad Lateranense, el secretario general de la Conferencia Episcopal Italiana, monseñor Nunzio Galantino, llegó a decir que «a reforma iniciada por Martín Lutero hace 500 años fue un acontecimiento del Espíritu Santo».


Ante situaciones como esta, el cardenal Gerhard Müller, ha querido aclarar en un contundente artículo publicado en La Nuova Bussola Quotidiana estas declaraciones y mostrar cuál es la verdadera herencia dejada por Lutero y porque la Reforma tuvo «un efecto contrario a la voluntad de Dios»: La de Lutero no fue reforma, sino una revolución

Hay una gran confusión hoy al hablar de Lutero, y hay que decir claramente que desde el punto de vista de la teología dogmática, desde el punto de vista de la doctrina de la Iglesia, no fue una reforma, sino una revolución, esto es, un cambio total de los fundamentos de la fe católica. No es realista sostener que su intención era solo luchar contra algunos abusos con las indulgencias o contra los pecados de la Iglesia del Renacimiento. Abusos y malas acciones han existido siempre en la Iglesia, no solo en el Renacimiento, sino también hoy. Somos una Iglesia santa a causa de la gracia de Dios y de los sacramentos, pero todos los hombres de la Iglesia son pecadores, todos tienen necesidad de perdón, de contrición, de penitencia.

Esta distinción es muy importante. Y en el libro escrito por Lutero en 1520, De captitivate Babylonica ecclesiae, aparece absolutamente claro que Lutero dejó atrás todos los principios de la fe católica, de la Sagrada Escritura, de la Tradición apostólica, del magisterio del Papa y de los Concilios, del episcopado. En este sentido, trastocó el concepto de desarrollo homogéneo de la doctrina cristiana, tal como se explicaba en el Medioevo, llegando a negar el sacramento como signo eficaz de la gracia contenida en él; sustituyó esta eficacia objetiva de los sacramentos por una fe subjetiva. Lutero abolió cinco sacramentos, y negó también la Eucaristía: el carácter sacrificial del sacramento de la Eucaristía, y la conversión real de la sustancia del pan y del vino en la sustancia del cuerpo y de la sangre de Jesucristo. Y aún más: definió el sacramento del orden episcopal, el sacramento del orden, como una invención del Papa (definido como el Anticristo) y no como parte de la Iglesia de Jesucristo. Nosotros decimos, por el contrario, que la jerarquía sacramental, en comunión con el sucesor de Pedro, es un elemento esencial de la Iglesia católica, no solo un principio de una organización humana.

Por esto no podemos aceptar que la reforma de Lutero sea definida como una reforma de la Iglesia en sentido católico. Una reforma católica es una renovación de la fe vivida en la gracia, en la renovación de las costumbres, de la ética, una renovación espiritual y moral de los cristianos; no una nueva fundación, una nueva Iglesia.

 

Por tanto es inaceptable afirmar que la reforma de Lutero «fue un acontecimiento del Espíritu Santo»

 

Al contrario, fue contra el Espíritu Santo. Porque el Espíritu Santo ayuda a la Iglesia a conservar su continuidad por medio del magisterio de la Iglesia, sobre todo en el servicio del ministerio petrino: Jesús fundó Su Iglesia solo sobre Pedro (Mt 16, 18), que es «la Iglesia del Dios vivo, columna y sostenimiento de la verdad» (1 Tim 3, 15). El Espíritu Santo no se contradice a sí mismo.

Se oyen muchas voces que hablan con demasiado entusiasmo de Lutero, sin conocer exactamente su teología, sus polémicas y los efectos desastrosos de este movimiento, que supuso la destrucción de la unidad de millones de cristianos con la Iglesia católica. Podemos valorar positivamente su buena voluntad, su lúcida explicación de los misterios de la fe común, pero no sus afirmaciones contra la fe católica, sobre todo en lo que respecta a los sacramentos y a la estructura jerárquico-apostólica de la Iglesia.

Ni siquiera es correcto afirmar que Lutero tenía inicialmente buenas intenciones, entendiendo con ello que fue la posterior actitud rígida de la Iglesia la que le empujó por el camino equivocado. No es verdad: Lutero tenía, sí, la intención de luchar contra el comercio de indulgencias, pero su objetivo no era la indulgencia como tal sino en cuanto elemento del sacramento de la penitencia.

Tampoco es cierto que la Iglesia haya rechazado el diálogo: Lutero primero tuvo primero una disputa con Johann Eck, luego el Papa envió como legado al cardenal Gaetano para dialogar con él. Se puede discutir sobre las formas, pero cuando se trata de la esencia de la doctrina, es preciso señalar que la autoridad de la Iglesia no cometió errores. De lo contrario, habría que sostener que la Iglesia ha enseñado durante mil años errores de fe, cuando sabemos –y este es un elemento esencial de la doctrina- que la Iglesia no puede equivocarse en la transmisión de la salvación en los sacramentos.

 

No se debe confundir los errores personales y los pecados de las personas de la Iglesia con errores en doctrina y los sacramentos.

 

Quien lo hace cree que la Iglesia es sólo una organización hecha por hombres y niega el principio de que Jesús mismo fundó su Iglesia y la protege en la transmisión de la fe y de la gracia en los sacramentos a través del Espíritu Santo. Su Iglesia no es sólo una organización humana: es el cuerpo de Cristo, donde existe la infalibilidad del Concilio y del Papa en una modalidad precisamente descrita. Todos los concilios hablan de la infalibilidad del Magisterio, en la proposición de la fe católica. En la confusión actual, muchos han llegado para revertir la realidad: creen que el Papa es infalible cuando habla en privado, pero luego, cuando los papas a lo largo de la historia han propuesto la fe católica, dicen que es falible.

Ciertamente, han pasado 500 años, no es el momento de la controversia sino de la búsqueda de la reconciliación: pero no a costa de la verdad. No se debe confundir. Si por una parte debemos saber entender la eficacia del Espíritu Santo en aquellos otros cristianos no católicos de buena voluntad, que no han cometido personalmente este pecado de separación de la Iglesia, por otra no podemos cambiar la historia, lo que sucedió hace ya 500 años. Una cosa es tener el deseo de tener buenas relaciones con los cristianos católicos de hoy, con el fin de acercarse a una plena comunión con la jerarquía católica y con la aceptación de la tradición apostólica, según la doctrina católica; otra cosa es la incomprensión o la falsificación de lo que sucedió hace 500 años y del efecto desastroso que tuvo. Un efecto contrario a la voluntad de Dios: «…”Para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Juan, 17,21)».

 

 

ReL, Traducción de Carmelo López-Arias.

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