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El liberalismo es pecado 06: Del llamado liberalismo católico o catolicismo liberal.

Algunos católicos piensan que pueden ser al mismo tiempo liberales. Se equivocan grandemente.

Por Felix Sardá i Salvany.
Tomado del libro: El Liberalismo es pecado.

 

De todas las inconsecuencias y antinomias que se encuentran en las gradaciones medias del Liberalismo, la más repugnante de todas y la más odiosa es la que pretende nada menos que la unión del Liberalismo con el Catolicismo, para formar lo que se conoce en la historia de los modernos desvaríos con el nombre de Liberalismo católico o Catolicismo liberal. Y no obstante han pagado tributo a este absurdo preclaras inteligencias y honradísimos corazones, que no podemos menos de creer bien intencionados. Ha tenido su época de moda y prestigio, que, gracias al cielo, va pasando o ha pasado ya.

Nació este funesto error de un deseo exagerado de poner conciliación y paz entre doctrinas que forzosamente y por su propia esencia son inconciliables enemigas. El Liberalismo es el dogma de la independencia absoluta de la razón individual y social; el Catolicismo es el dogma de la sujeción absoluta de la razón individual y social a la ley de Dios. ¿Cómo conciliar el sí y el no de tan opuestas doctrinas? A los fundadores del Liberalismo católico pareció cosa fácil. Discurrieron una razón individual ligada a la ley del Evangelio, pero coexistiendo con ella una razón pública o social libre de toda traba en este particular. Dijeron: «El Estado como tal Estado no debe tener Religión, o debe tenerla solamente hasta cierto punto que no moleste a los demás que no quieran tenerla. Así, pues, el ciudadano particular debe sujetarse a la revelación de Jesucristo; pero el hombre público puede portarse como tal, de la misma manera que si para él no existiese dicha revelación». De esta suerte compaginaron la fórmula célebre de: La Iglesia libre en el Estado libre, fórmula para cuya propagación y defensa se juramentaron en Francia varios católicos insignes, y entre ellos un ilustre Prelado; fórmula que debía ser sospechosa desde que la tomó Cavour para hacerla bandera de la revolución italiana contra el poder temporal de la Santa Sede; fórmula de la cual, a pesar de su evidente fracaso, no nos consta que ninguno de sus autores se haya retractado aún.

No echaron de ver estos esclarecidos sofistas, que si la razón individual venía obligada a someterse a la ley de Dios, no podía declararse exenta de ella la razón pública o social sin caer en un dualismo extravagante, que somete al hombre a la ley de dos criterios opuestos y de dos opuestas conciencias. Así que la distinción del hombre en particular y en ciudadano, obligándole a ser cristiano en el primer concepto, y permitiéndole ser ateo en el segundo, cayó inmediatamente por el suelo bajo la contundente maza de la lógica íntegramente católica. El Syllabus, del cual hablaremos luego, acabó de hundirla sin remisión. Queda todavía de esta brillante pero funestísima escuela, alguno que otro discípulo rezagado, que ya no se atreve a sustentar paladinamente la teoría católico-liberal, de la que fue en otros tiempos fervoroso panegirista, pero a la que sigue obedeciendo aún en la práctica; tal vez sin darse cuenta a sí propio de que se propone pescar con redes que, por viejas y conocidas, el diablo ha mandado ya recoger.

 


 

 

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