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Este es el misterio de nuestra fe: La Eucaristía

La presencia de Jesús en la Eucaristía es una realidad centralísima de nuestra fe, a tal punto que la Iglesia existe por este misterio; sin esa presencia, la Iglesia como tal, dejaría de existir.
Este es el misterio de nuestra fe: La Eucaristía

Escucho una campanilla que irrumpe un misterioso silencio, alzo la vista y miro atenuado por el incienso que la rodea, una pequeña hostia sostenida en lo alto por el sacerdote; veo bajar lentamente sus manos y apoyar su rodilla en el suelo mientras suena de nuevo la campanilla; instantes después veo levantarse un brillante cáliz, la genuflexión se repite con la misma parsimoniosidad y finalmente el Padre dice, como coda de una gran sinfonía, como corolario de una gran obra, con voz firme y solemne: «Este es el misterio de nuestra fe».

La presencia de Jesús en la Eucaristía es una realidad centralísima de nuestra fe, a tal punto que la Iglesia existe por este misterio; sin esa presencia, la Iglesia como tal, dejaría de existir.

En primer lugar, la presencia eucarística es diferente de otras formas en que Dios está presente. Dios está presente en cada bautizado, Dios está presente en el sacerdote, Dios está presente en la Biblia, Dios está en todas partes porque es Dios. Pero, ¿qué hace que la presencia de Dios en la Eucaristía sea diferente? Se habla de la presencia de Jesús en la Eucaristía como una presencia real e incluso varios libros de devoción utilizan esta expresión, pero desde el punto de vista teológico la palabra más adecuada para esta presencia es sustancial. Porque las demás presencias de Jesús también son reales, Jesús está realmente presente en cada bautizado, en las cosas creadas por esencia, presencia y potencia, en las Sagradas Escrituras, cuando dos o tres estén reunidos en su nombre, etc., no es una presencia simbólica.

Entonces, reformulamos la pregunta inicial; ¿qué hace que la presencia de Jesús en la Eucaristía, que es una presencia real como las demás, sea diferente? Para responder a esta pregunta tenemos que recurrir al concepto de sustancia en la filosofía aristotélica. Aristóteles distingue la sustancia, del accidente; definamos ambos términos que nos ayudarán a comprender el misterio de la presencia de Dios entre nosotros.

Pensemos en un ejemplo sencillo, el pasto; tenemos la sustancia del pasto, la esencia del pasto, viene una vaca come ese pasto, de la sustancia de ese pasto, y por un proceso en el interior de la vaca, se transforma en leche, aquello que antes era pasto, se transforma en leche; podemos decir que es una transustanciación, un cambio de sustancia. Se transformó en otra cosa. Entonces, la sustancia del pasto es lo que hace que el pasto sea pasto y no un avión, un puente o una rosa. Si apuntamos a un avión y decimos que es pasto, diríamos algo irreal; porque su sustancia no es la de un avión sino la de un pasto; y para comprender esto no se requiere una licenciatura en Filosofía griega. Lo mismo pasa con la sustancia de la madera y la sustancia del papel; nadie llama al papel de madera. Cuando algo cambia completamente transformándose en otra cosa totalmente diferente decimos que hay transustanciación. Ahora, la sustancia puede ser la misma, aun cuando lo exterior se cambia completamente.

En la Eucaristía, cambia la sustancia, pero la apariencia, es decir los accidentes, no cambian. Ese es el milagro especial de la Eucaristía.

Un claro ejemplo es el agua, el agua puede ser líquida, pero también puede ser sólida, pero sigue siendo agua, o puede estar en estado gaseoso pero sin dejar de ser agua, su sustancia sigue siendo acuática; lo que cambian son los accidentes. Sucede lo mismo en las mismas personas. Si vemos unas fotos nuestras de 20 años atrás, podemos decir que esas personas de la foto no somos nosotros sino otras, pero lo que cambian son los accidentes; quizás alguno tenga ahora menos cabello, mayor peso, se vista diferente, pero su sustancia no cambió, sigue siendo la misma persona, lo que cambió son los accidentes. Las cosas pueden transustanciarse, es decir, cambiar de sustancia y cambiar sus accidentes, una imagen que ilustra esto es cuando Jesús transforma el agua en vino en las bodas de Caná. Pero en la Eucaristía sucede algo, que de hecho, solamente sucede en la Eucaristía, cambia la sustancia, pero la apariencia, es decir los accidentes, no cambian. Ese es el milagro especial de la Eucaristía.

Pero si no vemos a Cristo en la Eucaristía, si las apariencias o las especies, utilizando un término más apropiado, no cambian en absoluto ante nuestros sentidos después de las palabras de la consagración ¿cómo sabemos que Jesucristo está ahí? Creemos por las palabras mismas de Jesús, que nos dijo: «Esto es mi cuerpo».

Seguramente hemos comulgado muchas veces en nuestra vida, pero nunca hemos podido constatar con alguno de nuestros sentidos que la sustancia del pan se convirtió en la sustancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Pero Cristo mismo nos dijo en aquella bendita noche del Jueves Santo, a horas de ofrecerse como víctima por nuestros pecados, que eso era su cuerpo y su sangre. Y Jesucristo es el Verbo eterno, la palabra misma del Padre, la Verdad plena; entonces es más fácil que nuestros sentidos nos engañen, que Jesucristo, que es la verdad misma, no nos diga la verdad. Esto es mi cuerpo.

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Consagración Santa Misa - Este es el misterio de nuestra fe: La Eucaristía

Por ello, el dogma de la transustanciación es central en la fe de la Iglesia, y ya estaba presente en la fe de los Apóstoles y sobre todo en los textos de los Padres de la Iglesia.

Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: «Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento». Los Padres de la Iglesia, afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, San Juan Crisóstomo declara que: «No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas».

Y San Ambrosio dice respecto a esta conversión: «Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición la naturaleza misma resulta cambiada… La palabra de Cristo, que pudo hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza primera que cambiársela».

Sigue diciendo el Catecismo de la Iglesia Católica: «El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: «Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su Sangre; la Iglesia Católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transustanciación».

Crezcamos siempre en la fe y el amor a Nuestro Señor presente en la Eucaristía. Estimemos por «justa y conveniente» la palabra exacta que expresa la conversión del pan y del vino: ¡Transustanciación!, que debería sonar en nuestros oídos como música celestial.

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