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Fulton Sheen: «La Educación de los Niños es responsabilidad de los padres, no del Estado»

Para los niños, los padres son espejos de perfección. El padre es la imagen de la fortaleza; la madre, de la bondad. Ambas imágenes se confunden en cierto modo, personificando la justicia soberana y la bondad misericordiosa de Dios.
«La Educación de los Niños es responsabilidad de los padres, no del Estado»

«Preguntaron una vez a Napoleón: “¿Cuándo empieza la educación de un niño?” él respondió: “Veinte años antes de nacer; en la educación de su madre”», así señala el célebre Fulton Sheen en uno de sus escritos cómo debe iniciarse la educación de los niños y cuán importante es esta tarea que debe ser realizada exclusivamente por los padres.

***

Un policía se ofreció a quedarse en casa un día libre de servicio a fin de que su esposa pudiese visitar a sus amistades.  Durante su ausencia se tuvo que hacer cargo de sus tres hijos, y tuvo la precaución de anotar en un papel todos los cuidados prestados a los niños. El resumen de su actuación durante el día fue el siguiente:

– Contestar preguntas encabezadas de un «¿por qué?» , 25 veces.

– Despegar resina del pelo del pequeñín, 3 veces.

–  Enjugar lágrimas, 9 veces.

– Impedir que la niña diese de comer cigarrillos al pequeño, 4 veces.

– Cambiar los pañales al niño, 15 veces, (no había más repuestos).

– Sonar narices, 11 veces.

– Atender a la puerta, 4 veces, (el panadero, el tendero, el lechero y el repartidor de periódicos). Todos dijeron que preferían volver cuando estuvieses tú en casa.

– Tentativas de meter una cucharada de papilla en la boca del niño, 18 veces.  «Coronadas por el éxito» : 2

– Atar cordones de zapatos, 13 veces, desde que te fuiste hasta las tres de la tarde. A partir de entonces les quité los zapatos y les dejé ir descalzos.

– Pedir amablemente a los niños que se estuvieran quietos, 1 vez.

– Pedir a los niños, en tono enérgico, que hiciesen menos ruido, 2 veces.

– Gritar a los niños que dejasen de gritar, 18 veces.

– Advertir a los niños que no cruzasen la calle, 32 veces.

– Los niños me preguntaron 10 veces : «¿Cuándo volverá mamá?».

– Yo me hice la misma pregunta cada 4 minutos.

– Número de veces que papá volverá a quedarse en casa a solas con los niños : «!Ninguna!»

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En el orden natural, pocas son las cosas susceptibles de adiestramiento. El agua, por ejemplo, sólo es susceptible de adoptar tres formas: vapor, hielo y agua líquida. Los cristales tienen sus formas estrictamente determinadas por las leyes de la naturaleza. En el reino animal, es harto dudoso que las pulgas puedan ser amaestradas, aunque puedan serlo los elefantes y los perros.  A nadie se le ocurre decir a un cerdito: «¿Qué clase de cerdo serás cuando crezcas?». En cambio, al niño sí que le preguntamos: «¿Qué clase de hombre llegarás a ser?». O educamos a los niños hacia un destino u objetivo determinado, o se educan por sí solos, prescindiendo de nosotros.

Los padres no tienen la alternativa de decidir si la mente de sus hijos se colmará o permanecerá vacía. La mente del niño no puede quedar vacía jamás; se llenará de algo. Las pasiones, la televisión, las películas, las calles, la radio, los libros de cuentos, etc., maquinan contra la vacuidad de la mente del niño. Como un pequeño pulpo, el niño extiende sus brazos en todas direcciones, y lo que a ellos vaya a parar puede ser alimento o veneno.

La gran tragedia de los padres modernos es que carecen de normas convincentes para guiar a sus hijos. Tienen el sextante, pero no la estrella fija; tienen la técnica, pero no el destino; tienen el material fotográfico, pero les falta el cliché ; tienen los medios, pero no los fines. Cuando Picasso nos ofrece una parte de un rostro, un retorcido miembro hendido por un mundo resquebrajado, y todo ello encuadrado en una figura geométrica, contemplamos la tragedia de nuestra época: una personalidad destrozada que en nada guarda semejanza con la Imagen Divina.

Rudyard Kipling dijo en cierta ocasión : «Dadme los seis primeros años de la vida de un niño, y quedáos con los demás».  Preguntaron una vez a Napoleón : «¿Cuándo empieza la educación de un niño?»  Y respondió: «Veinte años antes de nacer ; en la educación de su madre».

Para educar correctamente al niño, los padres deben tener siempre presentes sus tres instintos básicos:

– El instinto de la eternidad.
– El instinto del amor.
– El instinto de lo divino.

El instinto de la eternidad

A los niños les es muy difícil concebir las cosas distintas de como las ven en realidad. Para percibir el cambio es preciso pasar por ciertas experiencias de la vida. Como se hallan en el comienzo de la vida, son incapaces de entender cosas tales como la vejez, la muerte y el nacimiento. De momento, son viajeros sin equipaje. Viven en el presente y lo imaginan eterno. Por eso, cuando la madre se aparta del lado del niño, éste invariablemente llora, porque para los niños, su madre se ausenta para siempre. Probablemente por esa misma razón los perros se quedan tristes cuando el amo se aleja; tampoco ellos conocen la sucesión del tiempo, sino que viven en una permanencia semejante a la eternidad.

Como viven en lo eterno, su imaginación es infinita. Las enredaderas llegan realmente el cielo; montan en una escoba y se imaginan montar en una gran bestia, «cogidos a la sibilante crin del viento».  Superman, el Capitán Medianoche y otros personajes que vuelan de un planeta a otro, son seres reales y vivientes en el universo infinito del niño.  Sumergido a placer en el gran milagro de la creación, sólo más tarde percibirá la transición inseparable a todo lo creado.

Asociado a este instinto de lo infinito y lo eterno, está su amor a la verdad. Ningún niño nace escéptico o agnóstico. El agnosticismo y el escepticismo no son fruto del pensamiento, sino de la conducta; mejor dicho, de la mala conducta. El niño no puede comprender la mentira. Todo lo que su padre le explica es absolutamente cierto. Incluso a veces justifica sus palabras diciendo que «lo ha leído en un libro», sin sospechar que la mentira lo mismo puede ser impresa que hablada.

Supongamos que los padres descuidan por completo la educación del niño en la verdad eterna e infinita, que éste conoce por instinto. Entonces el niño empezará a vivir en un universo reducido, y nada hay tan reducido como un universo materialista o un mundo meramente humanista, en el que sólo existen hombres débiles en constante lucha. Si se abandona la educación religiosa, a medida que el niño crece en edad, va haciéndose cada vez más pequeño el mundo en que vive, hasta que sólo le resta el pequeñísimo mundo de su yo, dentro del cual queda aprisionado con su egoísmo e ignorancia, teniendo que acudir al psiquiatra para que le libere.

Si a un niño se le entrega una pelota de goma y se le dice que aquella es la única pelota que tendrá en toda su vida para jugar, no disfrutará enteramente de ella ;  vivirá siempre con el temor de que se le gaste o se la roben. Pero supongamos que se le dice : «Algún día te será dada otra pelota. Esta pelota no se te gastará nunca, te proporcionará un constante placer y jamás te cansarás de ella». La reacción natural del niño será de no preocuparse demasiado por la primera pelota, puesto que mañana, la semana próxima o quizá dentro de veinte, treinta o cuarenta años, recibirá otro universo, un mundo que será un manantial inagotable de alegría y felicidad infinitas.  ¡Pobres los padres que con su negligencia reducen los anhelos infinitos de un corazón joven, y que, merced al descuido de su educación religiosa predisponen a sus hijos para una vida raquítica y torcida!

El instinto del amor

Todo niño presume el amor, y no se equivoca, pues bien pronto comprende que el amor estaba esperándole cuando vino al mundo. Precedióle el amor de la madre, ya que su cuerpo fue una especie de tabernáculo en el que el niño habitó como huésped. El aire, los alimentos, el albergue, el sol y las estrellas le obsequiaron luego, al nacer, con sus pequeñas dádivas de amor ; todos los recursos de la tierra se congregaron en torno a la cuna, ofreciéndose a sí mismos. El padre, tal vez había comprado ya los cigarros, y quizás también una bicicleta por si era varón el que había de nacer.  La cuna, la canastilla. los juguetes, fueron pruebas de amor que le precedieron en su existencia. El niño llegó a ellos, pero no los creó. El amor es algo así como la vida; no podemos crearlo, sino tan sólo transmitirlo. No podemos obtener el fuego del carbón a menos que acerquemos a él una llama u otro fuego. El amor, como quiera que sea, viene de fuera.

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Más adelante, cuando el niño se hace consciente, conserva su aptitud para el amor. Al regresar de sus juegos, lo primero que pregunta es: «¿Dónde está, mamá?», a fin de poder contarle lo ocurrido. La madre ha de escuchar todas las incidencias de su vida. El padre debe identificarse con sus juegos, sus penas y sus alegrías. El niño entonces empieza a comprender que el ojo tiene visión, pero que la luz ya existía; que el oído puede oír, pero que el sonido era anterior; que el cerebro está allí, pero rodeado por un mundo exterior; que la voluntad está allí, pero envuelta en la virtud; que el intelecto está allí, pero cercado por la verdad. Así como los árboles del bosque empujan e impelen sus ramas contra otros árboles para descubrir la luz, el niño empuja también para sumergirse en el amor que le ha precedido.

Supongamos ahora que los padres traicionan ese amor. Uno de los posibles efectos de ello es que el niño conozca el odio.  Los niños cuyos padres se pelean constantemente acaban odiando el matrimonio, la sociedad y la ley.

En cambio los padres que entienden el significado del amor, dirán a sus hijos : «El amor existía antes de que vinieras al mundo. El amor te esperaba cuando naciste. Ahora que eres mayor, queremos que sepas que nuestro amor no es más que un reflejo del amor de Dios. Somos como espejos que reflejamos el amor que recibimos. Así como nuestro amor te precedió, el amor de Dios nos precedió a nosotros. «Dios nos amó primero». No queremos que descanses en los rayos luminosos de nuestro amor, sino que, a través de ellos, vuelvas a la fuente del amor. No queremos que te contentes con los simples destellos del amor humano que encuentras aquí, en el hogar doméstico ; queremos que pienses en la Llama del Amor, que es Dios.

Si no tienes el amor de Dios para descansar en él cuando los demás hieran y destrocen tu corazón, vivirás triste y desilusionado.

Crecerás en medio de un mundo en el que hay amargura, odio, desconfianza, egoísmo e ingratitud. Cuando encuentres personas que te parezcan indignas de amor, piensa que todas ellas son amadas por Dios. Si no tienes el amor de Dios para descansar en él cuando los demás hieran y destrocen tu corazón, vivirás triste y desilusionado.  Así como gozaste de muchas bendiciones en este hogar porque respiraste una atmósfera de amor, tendrás muchas bendiciones en la vida si te sitúas en el área del amor divino. De igual suerte que el rapazuelo sin hogar ve negadas las bendiciones del alimento, el vestido y el cobijo, porque se halla fuera del ambiente del amor, tu vida se verá falta de alegrías si se desplaza del Gran Amor que descendió a esta tierra y dijo: «Amáos los unos a los otros como yo os he amado».

El instinto de lo divino

Todo niño atribuye a su padre dos cualidades; la omnipotencia y la omnisciencia. Su padre puede hacerlo todo y lo sabe todo. Para el niño, su padre es Dios, y le venera en secreto. Es el más fuerte de todos los hombres y sabe más que cualquier otro padre del mundo. Es distinto a todos los demás padres. Al niño le gusta su modo de andar, su modo de vestir, su modo de fumar e incluso su modo de regresar a casa después del trabajo. Así, pues, el padre ocupa el lugar de Dios en el hogar y, lo sepa o no el niño, personifica la justicia de Dios. En esta identificación con el padre reside el amor propio del niño, su orgullo y su gloria . «El Padre y yo somos una misma cosa». En este sentido, la Cristiandad del niño le mueve a hacer todo aquello que agrada a su padre.

La madre es para el niño la encarnación de la dulzura, la mansedumbre, el perdón y la comprensión. La madre encuentra justificación a sus faltas, templa la severidad de la justicia paterna y descubre circunstancias atenuantes que le libran de una reprimenda demasiado seria. La madre viene  a ser en el hogar el tribunal de la equidad; el padre es el tribunal de la ley. La madre personifica ese otro atributo de Dios que es la misericordia, el amor y el perdón.  Cuando la madre amenaza con «decírselo a papá», el niño le suplica que mantenga en secreto su falta, que use la misericordia con él.

Para los niños, los padres son espejos de perfección. El padre es la imagen de la fortaleza; la madre, de la bondad.

Para los niños, los padres son espejos de perfección. El padre es la imagen de la fortaleza; la madre, de la bondad. Ambas imágenes se confunden en cierto modo, personificando la justicia soberana y la bondad misericordiosa de Dios.

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El más rudo golpe que el niño puede experimentar es sentir desengaño por sus padres. El padre puede decepcionar al hijo al pelearse con su madre, al blasfemar, al contar un chiste sucio, al regresar tarde a casa. El niño experimenta una turbación y una humillación personal al descubrir que su padre es igual que los demás padres, y su madre igual que las demás madres. La caída del ídolo conmueve y amenaza todo su ser. Este desencanto, depresión y vacío le acompañarán durante toda su vida, a menos que los padres se hayan fortalecido a sí mismos con el verdadero concepto de lo divino que ahora transmite a sus hijos.  En este caso, los padres pueden decir al niño: «Nosotros somos la imagen imperfecta de la justicia y misericordia divinas. 

Cuando llegues a entender la justicia de Dios, irás por la vida con un sentido de la ley, la rectitud, el deber y el honor; cuando comprendas la misericordia de Dios, en medio de tus caídas y pecados no intentarás negar la culpa, sino que te arrojarás a los brazos de Dios, que  murió para salvar tu alma». Sin este concepto de la justicia y misericordia divinas, el niño se volverá huraño, agresivo y melancólico. Con él, en cambio, se intensificará el amor por sus padres y estará preparado a su vez para ser padre, consciente de que en el hogar ocupará el lugar de Dios.

No es de extrañar que Nuestro Divino Redentor nos recordase que no entraríamos en el Reino de los Cielos a menos que nos hiciésemos como niños. Los atributos peculiares de los niños que Nuestro Señor nos recomendó son la humildad, la espiritualidad, la candidez y la docilidad, antítesis del orgullo, la mundanidad, la desconfianza y la arrogancia.  El niño es un modelo porque vive sumergido en la eternidad, el amor y un sentido de lo divino.  Invirtiendo los términos de la declaración del Salvador, Nuestro Señor vino a decir que los viejos no entrarían nunca en el Reino de los Cielos, entendiéndose por viejos a los doctos en su propio engreimiento y vanagloria.

Cuando muera, os buscaré en las guarderías del Cielo.

Extracto de «La Vida Hace Pensar» 
Cap. «La Educación De Los Niños». Mons. Fulton J. Sheen 

Este artículo apareció por primera vez aquí el  23 de abril de 2020.

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