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La infracción del Decálogo: Las consecuencias del pecado

La infracción de la Ley de Dios, el pecado, es el mayor mal del mundo; así lo enseña la Iglesia. Y por esto nos repite de continuo esta divisa: antes morir que pecar.
La infracción del Decálogo: Las consecuencias del pecado

La infracción de la Ley de Dios, el pecado, es el mayor mal del mundo; así lo enseña la Iglesia. Y por esto nos repite de continuo esta divisa: antes morir que pecar. ¿Por qué no este hombre, que fue creado para la felicidad, sufre tanto? Nos contesta San Pablo: «Por un solo hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte» (Rom 5,12).

Antes de comenzar el examen minucioso de Los Mandamientos tenemos que tratar todavía de una cuestión fundamental; y a ella quiero dedicar todo este capítulo.

El Señor escribió en unas tablas de piedra los Mandamientos que señalan el camino de la vida humana. El que los infringe comete pecado. Dios quiere que todos los hombres observen su ley. Por otra parte, ha dado al hombre la libertad, una voluntad libre, es decir, que pueda decidirse libremente; y, por tanto, de nosotros depende el cumplimiento o la infracción de la ley divina. Depende de mí. Pero si la quebranto…, cometo pecado; y con el pecado cae sobre mí la mayor tragedia. Con el pecado pierdo la gracia de Dios. ¿Sabéis lo que significa esto? El que ha perdido su fortuna, ha perdido mucho; el que ha perdido su brazo derecho, ha perdido aún más; el que ha perdido la amistad de Dios, lo ha perdido todo.

La infracción de la Ley de Dios, el pecado, es el mayor mal del mundo; así lo enseña la Iglesia. Y por esto nos repite de continuo esta divisa: antes morir que pecar.

Pero ¿es así en realidad? ¿Tan espantosa tragedia es el pecado? ¿Tanto hiere a Dios? ¿Es de veras un acto de rebeldía contra Él? ¿No es lo mismo para Dios que yo cumpla el Decálogo o no lo cumpla? He aquí el tema del presente capítulo:

  • Qué piensa el mundo respecto del pecado.
  • Qué piensa Dios acerca del mismo pecado.

Si no vemos pecado en nada, es que no somos lo suficientemente serios para descubrirlo

I. QUÉ PIENSA EL MUNDO RESPECTO DEL PECADO

El sentido de la vida no pasa de ser para muchos vacío y superficial. Únicamente gozar y divertirse, tomar la vida como un pasatiempo, nunca tomarse la vida en serio. Y si no se toma nada en serio, en nada se ve pecado. Aquí está el gran defecto, el principal, de nuestra época moderna.

Me preguntas, sorprendido, amigo lector: «Pero ¿esto es un mal?» ¿Y lo dudas? Si no vemos pecado en nada, es que no somos lo suficientemente serios para descubrirlo. Solamente nuestro divino Salvador pudo decir en verdad: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? (Jn 8,46). Pero hoy casi todo el mundo piensa que no ha cometido ningún pecado y lo declaran abiertamente. ¡Hoy nadie tiene pecado, nadie tiene sentimiento de culpa! Hoy día todos los hombres preguntan desafiantes: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? Lo preguntan los padres, lo preguntan los hijos, lo preguntan los educadores, lo preguntan los Gobiernos… No hay señal más espantosa del actual proceso de descomposición: estamos sumergidos en el pecado hasta el cuello, pero no lo sentimos; aún más, nos hallamos a gusto en él.

image 16 - La infracción del Decálogo: Las consecuencias del pecado

Hoy día se peca de infinitas maneras…; y, sin embargo, los confesionarios están vacíos porque ha muerto la conciencia del pecado. Ningún diario se atreve a manifestar que algo es pecado. Apenas hay escuelas que enseñen a los niños —excepto en la clase de Religión— que esto y esto otro es pecado, es decir, algo que ofende a Dios. Mostradme un fallo de un tribunal en que se condene a un hombre por haber cometido «pecado», es decir, por haber ofendido a Dios. Hoy día no es de buen tono hablar de pecado, no es cosa moderna. ¡No hay pecados! No hay más que deslices, equivocaciones, errores, defectos hereditarios, debilidades humanas…

Al mirar la cruz del Redentor dan ganas de gritar, para que todo el mundo se entere: ¡Hombres, mirad lo que es el pecado!

Y, sin embargo… Al mirar la cruz del Redentor dan ganas de gritar, para que todo el mundo se entere: ¡Hombres, mirad lo que es el pecado! ¡Lo que es el pecado que exigió tal expiación! Al mirar al hombre que sufre, siento algo que me mueve a exclamar: ¡Hombres, mirad lo que es el pecado, que nos llevó a tal extremo! Dios ha creado al hombre para la felicidad; para que sea feliz aun en esta vida terrena. En el plan original de Dios estaba que el hombre, después de pasar esta vida feliz, que no experimentase las amarguras de la muerte, y entrase en el reino del Cielo.

Y ¿por qué no este hombre, que fue creado para la felicidad, sufre tanto? Nos contesta SAN PABLO: Por un solo hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte (Rom 5,12). El pecado nos perdió, hizo desdichada nuestra vida.

Cualquiera creería que todos odiamos a quien echó a perder todas nuestras cosas. ¡Oh! No. Somos víctimas del pecado y, sin embargo, queremos el pecado. Aún más: lo enseñamos por todas partes. El mundo entero no es sino una inmensa escuela de pecado, en que todos alaban sólo el pecado. Viene un pintor, y con su pincel pinta una escena pornográfica. «¿Es pecado? ¡No es pecado! ¡Es arte moderno!» Llega el escultor: talla una estatua obscena; el poeta escribe una poesía erótica. «¿Es pecado? ¡No es pecado! ¡Es arte, es literatura moderna! «El filósofo dice que no existe el pecado, que sólo hay debilidad, defecto, cortedad, imperfección. He ahí cómo opina el mundo respecto del pecado. Pero no fue la Iglesia quien inventó el pecado.

II. ¿QUÉ PIENSA DIOS RESPECTO DEL PECADO?

¿Qué es el pecado a los ojos de Dios? Examinemos la Biblia, un conjunto de libros escritos bajo la inspiración de Dios. Allí vemos descrito cómo fue el primer pecado, la primera caída. Esta narración, de profunda sabiduría, no pudo escribirla sino el mismo Dios, el único que conoce el pecado, todas sus raíces y consecuencias. La primera caída en el Paraíso es la descripción no sólo del primer pecado, sino en cierta manera de los pecados todos.

¿Cómo se comete el pecado?

Conoces la historia de la caída de nuestros primeros padres. Se acerca el tentador con la mayor falacia que jamás ha conocido el mundo: ¿Por qué motivo os ha mandado Dios que no comieseis de todos los árboles del Paraíso? (Gén 3,1). ¿No empieza de la misma manera toda tentación? Pensémoslo un poco: ¿Por qué habrá prohibido Dios esto o aquello? ¡Es una cosa tan agradable! ¡Gozan tanto con ella mis sentidos! ¿Puede ser Dios enemigo de mi felicidad? ¡Hermano! ¡Hermano!, dime con sinceridad: en la perplejidad de hacer o no hacer tal cosa, ¿no has oído siempre las mismas palabras?: ¿Por qué os ha prohibido Dios comer de todos los árboles del Paraíso?… Y confiesa que, si no has obrado como la primera mujer, te has quejado, por lo menos en tu interior, de que Dios no permita comer de la fruta prohibida, y has creído que Dios va contra tu felicidad. Porque prohíbe algo a lo que te mueve tu instinto, te has quejado, o por lo menos has pensado en tu interior que Dios pide demasiado, que actúa como un tirano.

Continuemos y veamos qué proceso sigue el pecado. La mujer rechaza la tentación pero muy débilmente: Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, porque sino moriréis (Gén 3,3).

Eva, ¿qué se hizo de tu fe firme? ¿Dónde está tu gratitud para con Dios? Habría tenido que contestar firme y decididamente: «No comemos, porque Dios nos lo ha prohibido y ha dicho que moriremos». Pero ella no responde así. No dice: «Dios nos dio la vida, todo nos lo dio el Señor; por tanto, renunciamos con gusto a todo, si Él nos lo prohíbe.» No, no dice esto, sino: «No comemos, porque el Señor dijo que moriríamos…»

Magnífico pie para que siga diciendo el seductor: ¡De ninguna manera moriréis! (Gén 3,4). Fijaos cómo el demonio hace primero que titubee la fe, para después tentar directamente a caer en la incredulidad. La incredulidad es tan antigua como el mundo mismo. Los que no creen hoy en la palabra de Dios, no hacen más que hacer eco de la primera tentación: «Ciertamente que no moriréis.»

Eva se calla; ya está casi vencida. El tentador se envalentona: Se os abrirán los ojos y seréis como dioses (Gén 3,5). Da un paso más, ahora la induce a la rebeldía. El hombre siempre ha querido ser como Dios, o por lo menos robar una parte de la dignidad divina. Los antiguos emperadores romanos exigían para sí actos de culto; y el hombre moderno, cegado por avances científicos, levanta su razón a categoría de divinidad.

La infeliz Eva sigue bebiendo el veneno. Mira el fruto del árbol: Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió (Gén 3,6). Vio…, lo vio con sus ojos; ¿quién no ha experimentado todavía que son los ojos la primera ventana por la cual entra el pecado en el alma? ¿Eres orgulloso? ¿Cómo has llegado a serlo? Con la visión engañosa de la grandeza humana. ¿Eres avaro? ¿Cómo has llegado a serlo? Viendo el brillo del oro. ¿Un fuego impuro devora tu alma? ¿Qué fue lo que lo incendió? No fuiste circunspecto con tus ojos.

¿Cuál es la consecuencia del pecado?

El primer pecado está cometido. ¿Cuál es su consecuencia?

¿Qué es lo que prometió el pecado? «Se os abrirán los ojos…». Pues… se han abierto. Pero ¿qué es lo que vieron? Vergüenza, temor, remordimiento. Es la única ciencia que el pecado comunica al hombre.

La vergüenza es la consecuencia de todo pecado. El pecador puede ocultarse del mundo, de las leyes, pero no de sí mismo. Puede haber un hombre tan depravado que se jacte de su pecado; puede haber un intelectual que presente el mal con aspecto de bien; puede haber un poeta que dedique sus versos a enaltecer el pecado…; pero vienen días, momentos, en que el alma del depravado, del intelectual, del poeta, solloza 30 y se quebranta bajo la terrible vergüenza del pecado. Nadie puede evitar este castigo.

Principalmente, si se añade la segunda consecuencia del pecado: el temor. «Oí tu voz en el jardín, y tuve miedo» (Gén 3,10). ¡Tuve miedo! ¿Te asustaste de Dios? Ah, hermano; cuando no teníamos pecados, ¡qué alegría era para nosotros la conversación con Dios! ¡Cómo nos arrodillábamos ante su altar! Y ¿ahora? ¿Por qué tienes miedo de la iglesia, del confesionario? ¿Por qué te gustaría poder olvidar que hay Dios, que tienes alma, que hay vida eterna, que tendremos que rendir cuentas? ¿Por qué tienes miedo de Dios?

En vano quisiera esconderse el pecador. Ahí viene el tercer efecto del pecado: el remordimiento. Dios habla y pregunta a Adán: ¿Dónde estás? (Gén 3,9). ¿Qué es la voz de la conciencia sino la voz de Dios? ¿Qué has hecho? ¿Dónde está tu inocencia? ¿Qué significa tanta suciedad en tu alma?

¡Ah! ¡La conciencia! ¡Aquella conciencia que reprocha, que atormenta! Si no tuviésemos otro argumento, la sola conciencia probaría con bastante fuerza que hay Dios y nos diría la manera cómo piensa Dios respecto del pecado y cómo este mismo Dios vigila el cumplimiento de sus leyes. Por mucho que lo intentes, no podrás acallar su voz. La conciencia habla, atestigua, acusa. No basta; se erige en juez severo, en verdugo. Tiene látigo con que azotar; tiene fuego con que quemar; tiene serpientes con que morder; tiene campanas con que tocar a rebato; tiene aguijón con que picar. No nos deja en paz ni de día ni de noche.

El alma pecadora se espanta de sí misma; le repugna la suciedad, y en medio de sus terribles cavilaciones muchas veces exclama: ¡antes la muerte que este continuo y terrible remordimiento! Y llega la muerte. Y en este punto nos paramos ahora, porque en él podemos ver con toda claridad cuánto aborrece Dios el pecado.

El castigo del pecado: la muerte

¿Qué es la muerte? Llega nuestro cuerpo al fin de su vida. Se descompone, se deshace. Suele decirse que el hombre es la criatura más excelente que puso Dios en la tierra. Y esto lo decimos no solamente por lo que toca al alma, sino también por lo que se refiere al cuerpo. Nuestro cuerpo es realmente una obra maestra de la mano de Dios; es el más hermoso de toda la creación visible. ¡Qué brillo en los ojos del hombre! ¡Qué nobleza en su porte! ¡Qué expresión de inteligencia en su rostro! Pero, principalmente, ¡qué instrumento más adecuado y obediente es el cuerpo para el alma inmortal!

El pecado trajo la muerte.

¿Es posible que Dios haya creado esta obra maestra para que viva tan sólo unos minutos en la tierra y después se deshaga en polvo? ¿Qué pintor, qué escultor, crea su obra maestra y al momento siguiente la destroza? ¿Qué arquitecto construye un magnífico palacio y en cuanto lo tiene acabado lo hace saltar con dinamita? Pues esto haría Dios si crease el cuerpo del hombre para tan corta vida. No; Dios no quiso originariamente la muerte. El pecado trajo la muerte.

Amigo lector: medita un momento en qué consiste la muerte. Ven aquí, junto a la cama —no tengas miedo—; en ella ves a un moribundo. No temas, no te hablo ahora de sus dolores atroces, no te digo cómo lucha su corazón, cómo se corta su aliento, qué espectros espantosos le asustan… No; todas estas cosas ya las ha pasado. Apenas si respira todavía. Y, sin embargo, era un rey poderoso, un gran inventor, un riquísimo director de Banco, una joven actriz de fama mundial… Mira su rostro pálido como la cera, sobre la almohada. Apenas puede moverse. Mira sus ojos apagados, vidriosos…

Dios castiga el pecado también aquí abajo, ya antes de la muerte, aunque lo castigue principalmente después, en la otra vida. Todavía no has muerto, y ya abren el frasco de perfume, porque el aire empieza a apestar. Viene ya la descomposición. Después…, apenas si han rezado un «Padrenuestro» junto a tu cadáver, y ya llega la agencia mortuoria y te lleva al «depósito», al depósito del cementerio. No es posible tenerte en casa, «corrompes el aire».

¿Lo oyes? «Corrompes el aire». Tú, a quien todavía miraban ayer temblando los subordinados; tú, que seducías con tu belleza y coquetería a beber el pecado; tú, que llevabas almas a la perdición…, ahora ¡corrompes el aire!

Y lucha el hombre con la muerte. De nada le sirve, En Estados Unidos —no entre los salvajes, sino en los círculos más distinguidos— hay la costumbre de pintar al muerto, maquillarle, coserle los labios, dándoles una forma hermosa; de modo que su cara es tan fresca, tan sonrosada y sonriente como nunca lo fue en su vida… ¡De nada le sirve Y ¿después del entierro? ¿Qué será de ti a las pocas semanas de morir? ¡No quiero hablar de ello! No. No hablo de aquel puñado de ceniza, de aquel montón de huesos que queda de nosotros. Si alguien te encontrara unos días después de tu muerte, se helaría de espanto.

Medítalo: el pino viejo se tumba en la cima de la montaña. Por su edad avanzada, o por el hacha del leñador, no importa… ¿Quién teme al mirar un viejo árbol tumbado? Nadie; aún más, fabricamos muebles de él; durante largos decenios adornamos con él nuestras casas, llevamos sus hojas y ramas a nuestro cuarto para que despidan un perfume agradable… Pero a ti te llevan a una tumba para que no corrompas el aire; y todos los que te miran se espantan.

No tenemos tampoco a las cosas que fabricó el hombre. Vamos a ver estatuas antiguas, centenarias, aunque estén destrozadas; y soñamos en las ruinas de antiguos castillos, aunque se desmoronen sus piedras…; tan sólo el cuerpo del hombre se vuelve espantoso, horrendo, después de la muerte. Acércate ahora y dime: «¿Qué es el pecado? ¿Nada? Ven ahora y repite: «Gozo tanto, disfruto tanto con éste o con aquel pecado. No es posible que Dios tome a mal mi felicidad.» Sé realmente sincero…

¡Qué será el pecado, si Dios, por el primer pecado, infligió al hombre, su más excelsa criatura, un castigo tan grave: una muerte humillante, horrible e inexorable! ¡Dios mío! ¡Cuánto debe ofenderte el pecado! Y hay algo que os sorprenderá más aún. Vivía en esta tierra, un hombre, que al mismo tiempo era Dios. ¿Él también hubo de morir? Sí. Él se sometió a la terrible sentencia. Mírale: ¡cómo suda sangre en el Monte de los Olivos y cómo suplica con ferviente oración: Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz (Mat 26,39). ¿Cuál fue la respuesta? No es posible. Porque quiso cargarse con los pecados de los hombres, hubo de soportar los sufrimientos más dolorosos y expirar en medio de terribles afrentas. ¡Dios mío, cómo ha de ofenderte el pecado, si no has perdonado a tu Hijo unigénito!

Pero, por lo menos, ya que se ha consumado el gran sacrificio, ya que el Hijo de Dios ha muerto por el pecado, ¡ahora se habrá acabado la devastación de la muerte, ahora ya no morirán los hombres! Está a la vista: el hombre muere aun después de este gran sacrificio.

Pero, por lo menos, se habrá apagado el fuego de la condenación. ¡No! Arderá eternamente.
Pues, por lo menos, los que están allí se librarán algún día. Ni uno solo.
¡Señor! Entonces, ¿por qué has muerto? ¿Qué es la Redención?

La redención consiste en que los que quieren, fijaos bien, los que quieren llegar a Dios, reciben su gracia mediante los santos Sacramentos; pueden cancelar los pecados cometidos; adquieren fuerzas para no cometerlos de nuevo; y así Dios tiene misericordia con ellos y los ama. Mas los que siguen queriendo sus pecados y se obstinan no serán introducidos a la fuerza en el Cielo; Dios no los quiere, Dios los aborrece, porque dejaría de ser Dios en el momento en que no aborreciese el pecado.

* * *

Termino este capítulo con una historia antigua

En una hermosa ciudad española, en Toledo, Carlos V, monarca glorioso, en cuyos dominios nunca se ponía el sol, llamó a consejo a sus principales vasallos. No podía faltar entre ellos el más distinguido por el monarca: Francisco de Borja, duque de Gandía.

Como es natural, no siempre trataban de los graves asuntos de gobierno. Después de larga jornada, llena de fatigas, bien merecían los magnates un poco de solaz. Por la noche circulaba con alegría la copa de vino tinto. Y damas lujosamente vestidas se recreaban con la música española… Hasta que un día…, un día entró un huésped que no estaba invitado. Y miró de hito en hito los ojos de la hermosa emperatriz Isabel. El que recibe esta mirada de este extraño huésped, de órbitas oscuras, no abre más los ojos. Así que murió la hermosa emperatriz.

El entierro se celebró en Granada; el cadáver fue llevado hasta allí, y fue acompañado por el duque de Gandía, quien tenía el encargo de certificar que, en el momento en que el féretro fue depositado en la cripta, que el cadáver era el de la emperatriz. Se descubre el ataúd en que yace el cadáver, después del largo viaje desde Toledo y, el duque, espantado exclama: ¡Señora! ¿Sois vos? Hermosa Isabel, ¿sois vos este cadáver deforme? ¡Oh señora! Todo es vanidad; no hay más que una sola cosa que valga la pena: vivir según la voluntad del Dios eterno.

Francisco de Borja quedó tan impresionado de este suceso que, después de ocupar el cargo de virrey de Cataluña durante unos años, lo dejó todo y entró en la Compañía de Jesús buscando la santidad. ¡Que el Señor nos ayude también a nosotros a dejar el pecado y a buscar con ahínco la santidad!

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Tomado del libro «Los mandamientos»

Este artículo apareció aquí el 1 de septiembre de 2020.

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