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Jueves después de Pentecostés: Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote

El jueves posterior a la Solemnidad de Pentecostés en algunos países se celebra la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, festividad que no aparece en el calendario de la Iglesia universal (como sí lo hacen las fiestas del Sagrado Corazón de Jesús o Jesucristo Rey del Universo), pero que se ha expandido por muchos países.

Esta fiesta tiene sus orígenes en la celebración del sacerdocio de Cristo que en la misa latina se introdujo en algunos calendarios y que tras la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II fue renovada por la Congregación de Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote.

La celebración fue introducida en España en 1973 con la aprobación de la Sagrada Congregación para el Culto Divino. Asimismo, ésta contiene textos propios para la Santa Misa y el Oficio que fueron aprobados dos años antes.

Además de España, otras Conferencias Episcopales incluyeron esta fiesta en sus calendarios particulares como Chile, Colombia, Perú, Puerto Rico, Uruguay, Venezuela. En algunas diócesis este día es también la ‘Jornada de Santificación de los Sacerdotes’.

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, según Santo Tomas de Aquino

Por lo tanto, Cristo, en cuanto hombre, no sólo fue sacerdote, sino también hostia perfecta, siendo a la vez hostia por el pecado, hostia pacífica y holocausto.

«Teniendo, pues, aquel grande Pontífice que penetró los cielos, Jesús, el Hijo de Dios» (Hebr 4, 1l.).

1. Cristo es sacerdote

El oficio propio del sacerdote es ser mediador entre Dios y el pueblo, por cuanto entrega al pueblo las cosas divinas y por eso se le llama sacerdote, que quiere decir, en cierto modo, que da las cosas sagradas (sacradans), según aquello de Malaquías: «La ley buscarán de su boca» (2, 7), esto es, del sacerdote. Además, en cuanto ofrece a Dios las plegarias del pueblo y satisface a Dios, en cierta manera, por sus pecados. Por eso dice San Pablo: «Porque todo pontífice tomado de entre los hombres es puesto a favor de los hombres en aquellas cosas que tocan a Dios, para que ofrezca dones y sacrificios por los pecados» (Hebr 5, 1).

Esto conviene principalmente a Cristo, porque por él han sido conferidos a los hombres los dones divinos, como dice el apóstol San Pedro: «Por el cual (por Cristo) nos ha dado muy grandes y preciosas promesas; para que por ellas seáis hechos participantes de la naturaleza divina» (2 Ped 1, 4.) También él mismo reconcilió con Dios al género humano según aquello: Porque en él quiso hacer morar toda plenitud; y reconciliar por él, asimismo, todos las cosas (Col 1, 19-20.) Luego compete muchísimo a Cristo ser sacerdote.

2. Es al mismo tiempo sacerdote y hostia

Todo sacrificio visible es sacramento, esto es, signo sagrado de un sacrificio invisible. El sacrificio invisible es aquél por el cual el hombre ofrece a Dios su espíritu, como dice David: «Sacrificio para Dios es el espíritu atribulado» (Sal 50, 19), por lo tanto todo lo que se presenta a Dios, para que el espíritu del hombre sea elevado a Dios, puede llamarse sacrificio. Y el hombre necesita del sacrificio por tres razones.

1º) Para la remisión del pecado, por el cual el hombre se aparta de Dios, y por eso dice el Apóstol que al sacerdote pertenece ofrecer dones y sacrificios por los pecados (Hebr 5, 1).

2º) Para que el hombre se conserve en estado de gracia, unido siempre a Dios, en quien consiste su paz y salvación; razón por la cual también se inmolaba en la antigua ley la víctima pacífica por la salvación de los que la ofrecían.

3º) Para que el espíritu del hombre se una perfectamente a Dios, lo cual ocurrirá principalmente en la gloria. Por eso en la ley antigua se ofrecía el holocausto, que era consumido enteramente en el fuego. Todos estos bienes nos vinieron por la humanidad de Cristo.

1º) Nuestros pecados fueron destruidos; como dice San Pablo: «Fue entregado por nuestros pecados» (Rom 4, 25).

2º) Por él hemos recibido la gracia que nos salva, según aquello: «Fue hecho autor de salud eterna para todos los que le obedecen» (Hebr 5, 9).

3º) Por él hemos alcanzado la perfección de la gloria: «Teniendo confianza de entrar en el santuario (esto es, en la gloria celestial) por la sangre de Cristo» (Hebr 10, 19).

Por lo tanto, Cristo, en cuanto hombre, no sólo fue sacerdote, sino también hostia perfecta, siendo a la vez hostia por el pecado, hostia pacífica y holocausto.

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