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La mortificación, medio eficaz para ir al Cielo

Las verdades que Cristo predicó desde lo alto de la montaña continúan siendo válidas para hoy: aparte de la Cruz no existe otra escalera por donde subir al Cielo. La Iglesia Católica siempre ha sostenido que el sacrificio tiene que estar presente en la vida del cristiano, como lo estuvo en la vida de Cristo. El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual.
La mortificación camino para llegar al cielo

Las verdades que Cristo predicó desde lo alto de la montaña continúan siendo válidas para hoy: aparte de la Cruz no existe otra escalera por donde subir al Cielo. La Iglesia Católica siempre ha sostenido que el sacrificio tiene que estar presente en la vida del cristiano, como lo estuvo en la vida de Cristo. El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual.

Extraído de Padrepauloricardo.org,
Traducido y Editado por Formacioncatolica
.org

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Según el Catecismo de la Iglesia Católica, «la moral exige el respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo» (CEC, 2289).

Con el ejemplo de Cristo que soportó la cruz y las heridas, la Iglesia recomienda algunos sacrificios corporales, como el ayuno por ejemplo, siempre que no dañen la salud. Las penitencias excesivas han sido siempre rechazadas por la Iglesia, pues el cuerpo es uno de los mayores regalos que hemos recibido de Dios.

Al fin y al cabo, se puede hacer por el alma el mismo esfuerzo que se hace por tener un buen físico. Es malo, en cambio, machacar el cuerpo en exceso.

La «santidad en la vida ordinaria», hace que los sacrificios más importantes sean los propios de la vida ordinaria

Con todo, algunos santos destacados, como san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, santo Tomás Moro, san Francisco de Sales, el cura de Ars o santa Teresa de Lisieux, utilizaban cilicios o disciplinas para generarse alguna molestia, sin lesionar su salud. La Iglesia ha aprobado estas prácticas y muchas instituciones las siguen actualmente.

La «santidad en la vida ordinaria», hace que los sacrificios más importantes sean los propios de la vida ordinaria: sonreír cuando se está cansado, acompañar a una persona en un trayecto, no retrasar un trabajo aunque aparezca la desgana…

El Catecismo de la Iglesia señala: «El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación (cf Hb 9,13-14). Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios». (CEC, 2100)

Aunque resulte contradictoria, la idea de un cristianismo sin sufrimiento, sin penitencias ni mortificaciones ha atraído a muchas personas. Ya no se habla de la necesidad de renunciar a sí mismo y tomar la propia cruz, aunque fue el mismo Cristo quien subrayó esta obligación. La figura de Jesús Crucificado ya no se observa en las paredes de los edificios o incluso en las iglesias, como si el recuerdo constante del dolor de Cristo fuera doloroso o incluso peligroso para las personas.

Es, de hecho, un dicho bastante repetido: «hablar sólo de dolor y sufrimiento aleja a las personas de la Iglesia». Pero ¿dónde está la caridad de aquellos que callan tales temas apenas para mantener el número de fieles? Es cierto que el hombre moderno no quiere oír hablar de esas cosas — antes, prefiere que endulcen su boca con la miel de las novedades y de los placeres. Mas la religión católica ¿tiene que ver con las voluntades y las preferencias del mundo o, antes bien, con la voluntad y el reinado de Dios? La fe cristiana ¿tiene que ver con lo que el hombre desea o con lo que él verdaderamente necesita?

Uno se pregunta: «Pero ¿el hombre necesita sufrir?» En verdad, la pregunta está mal colocada. No es que el ser humano necesite sufrir; es que él necesita amar. Y, nuevamente — al final, siempre conviene repetir —, en este mundo, no es posible que seamos privados de sufrir simplemente porque no podemos ser dispensados de amar. No es que la religión cristiana sea «masoquista» o realice un culto al dolor; es que fue ese el medio que Cristo escogió para amarnos y es también el medio por el cual nosotros debemos amarlo. «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti», dice San Agustín. No basta que la sangre de Cristo haya sido derramado por todos; es necesario que aprovechemos de su eficacia, asociando nuestra libertad a la acción de la gracia divina.

En este tema, advierte el P. Garrigou-Lagrange, que es necesario evitar dos extremos peligrosos: el primero, menos común, es el rigorismo jansenista, que pregona la práctica de arduas mortificaciones sin considerar la razón para aquello, como en el intento de alcanzar el Cielo por fuerzas puramente humanas. Con eso, se pierde de vista «el espíritu de la mortificación cristiana, que no es soberbia, sino amor de Dios».

El segundo error a ser evitado parece dominar el mundo de hoy: se trata del naturalismo práctico. Esa tendencia reduce la fe cristiana a una mera buena voluntad, ignorando — o fingiendo ignorar — las consecuencias del pecado original sobre el género humano.

En este juego peligroso, ni las palabras de Jesús cuentan más. El Cristo que nos advierte que debemos arrancarnos los ojos y las manos, si son para nosotros ocasión de caída, porque «es mejor perder uno de tus miembros antes que con todo tu cuerpo ir al infierno»; el Señor que nos pide que ofrezcamos la otra mejilla a quien nos pega en la derecha, que entreguemos  nuestro manto a quien nos quita la túnica, que andemos dos kilómetros, en lugar de uno solo; el Cristo que nos alerta para que no hagamos ayuno «de rostro triste como los hipócritas», «solo para ser notados», es solemnemente ignorado por los naturalistas, que prefieren fundar para sí una nueva religión: la de un dios indulgente con el pecado, con la indolencia y con la pereza espiritual.

Es necesario dejar muy claro que no es posible construir un «nuevo» camino, diferente del que indicó Jesús y del que caminaron los santos. Mirabilis Deus in sanctis suis, dice la Vulgata: «Dios es maravilloso en sus santos». Y ellos no pasaron por otra vía sino por el de la mortificación. ¿Cómo se explica, por ejemplo, que una Santa Catalina de Siena haya comenzado tan temprano a flagelarse y a hacer ayunos rigurosos, o que, para defender su pureza San Francisco tuvo que haberse revuelto en la nieve, San Benito tuvo que haberse arrojado en una maleza y San Bernardo tuvo que sumergirse en un estanque congelado?

«Fuera de la Cruz no existe otra escalera para subir al Cielo»

La llave para todas esas penitencias es el amor, que no puede ser vivido en este mundo sin que crucifiquemos nuestra carne. San Alfonso de Ligorio enseña que «o el alma subyuga al cuerpo, o el cuerpo esclaviza al alma». San Bernardo respondía a los que se burlaban de los penitentes del siguiente modo: «Somos en verdad crueles con nuestro cuerpo, afligiéndolo con penitencias; sin embargo más crueles son ustedes contra el suyo, satisfaciendo sus apetitos en esta vida, pues así lo condenan juntamente con su alma a padecer infinitamente más en la eternidad».

¿Por qué no se habla más de estas cosas en nuestras iglesias? Porque, infelizmente, casi ningún espacio fue preservado de ese maldito naturalismo, que pretende «inventar la rueda» moldeando un Cristianismo sin Cruz.

Para vivir, es necesario mortificarse, morir a uno mismo, como el grano de trigo del que habla el Evangelio. Las verdades que Cristo predicó en lo alto de la montaña continúan siendo válidas para el día de hoy y, como dice Santa Rosa de Lima, «fuera de la Cruz no existe otra escalera para subir al Cielo».

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