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La santificación de los laicos en el mundo

La radicalidad evangélica, que lleva a actitudes muchas veces heroicas, pertenece tanto a los laicos que buscan la perfección en el mundo, como a los religiosos que la buscan renunciando a él y consagrándose inmediatamente al Reino.
La santificación de los laicos en el mundo

Los laicos que tienden a la perfección, conociendo la verdad evangélica, descubren enseguida la mentira y el pecado del mundo. Permaneciendo en el mundo, la vida entera de los laicos ha de ir haciéndose santificante para ellos. Y concretamente estas dimensiones, que son las coordenadas más peculiares de la vida del laico: el matrimonio y la familia, el trabajo y la renovación del mundo secular.

P. José María Iraburu

Matrimonio y trabajo

Creó Dios al hombre a imagen suya, y los creó varón y mujer; y los bendijo Dios, diciéndoles: «procread y multiplicáos y henchid la tierra [familia]; sometedla y dominad [trabajo] sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, y sobre los ganados y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Gén 1,27-28). Este designio grandioso del Creador del universo va a cumplirse plenamente en Cristo, en la Iglesia, en los laicos cristianos. 

En efecto, la familia, el trabajo y todo el orden secular se vieron degradados por el pecado, y quedaron sumidos en la sordidez de la maldad y del egoísmo (Vat.II, GS 37). Pero Cristo sanó todas esas realidades temporales, haciendo de ellas el marco de una vida admirable, santa y santificante, destinada a crecer hasta la perfección evangélica. 

«Los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y como consagrados por un sacramento especial, con cuya fuerza, al cumplir su misión conyugal y familiar, animados del espíritu de Cristo, que penetra toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48b). El matrimonio y la familia son, por tanto, en este sentido, un estado de perfección.

E igualmente el trabajo, pues toda la actividad humana laboriosa, «así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo… Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y voluntad de Dios, sea conforme al auténtico bien del género humano, y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación» (GS 35; +Laborem exercens 1981, 24-27).

Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal

La renovación del orden temporal

Por otra parte, toda la actividad secular, que tan profundamente está herida por el pecado, ha de ser santificada por Cristo en los cristianos y a través de ellos. Según esto, «es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se vuelvan capaces de instaurar rectamente el orden de los bienes temporales, ordenándolos hacia Dios por Jesucristo. Corresponde a los pastores manifestar claramente los principios sobre el fin de la creación y el uso del mundo, y prestar los auxilios morales y espirituales para instaurar en Cristo el orden de las cosas temporales. Pero es preciso que los laicos asuman como obligación suya propia la restauración del orden temporal, y que, conducidos por la luz del Evangelio y por la mente de la Iglesia, y movidos por la caridad cristiana, actúen directamente y en forma concreta» (Vat.II, AA 7de).

Lo que Cristo Salvador hizo con el matrimonio, diferenciándolo de sus lamentables versiones mundanas, restaurándolo en su verdad primera, elevándolo por un sacramento, y haciendo de él una fuente continua de santificación para los esposos y padres, eso es lo que quiere hacer con todas las demás realidades temporales: el trabajo y la vida social, la escuela, la economía y la política, la filosofía y el arte.

Buscar la santidad en el mundo

Biblia y tradición nos enseñan que los tres enemigos de la obra de Dios en el hombre son mundo, carne y demonio. Y que en este combate, la ventaja del religioso sobre el laico viene principalmente en referencia al mundo, pues aquél, por la clausura monástica o la vida apostólica, al menos en buena medida, lo «ha dejado todo».

En efecto, cuando un cristiano busca la santidad en la vida religiosa, renuncia al mundo, y con otros hermanos animados del mismo propósito, avanza, aunque sea imperfectamente a los comienzos, por el camino perfecto trazado por una Regla de vida. Es un camino recto y bien determinado, y la autoridad apostólica de la Iglesia asegura que lleva a perfección —a quien lo sigue fielmente, claro—.

En cambio, cuando un cristiano busca la santidad en la vida laical, no deja el mundo, pues sigue teniendo familia, casa y trabajos. No suele tener en esa búsqueda de la santidad compañeros de marcha, ni tampoco un camino ya trazado por el que avanzar, sino que muchas veces ha de ir adelante como un explorador que se abre camino en la selva con su machete. En cualquier momento puede sufrir y sufre graves tentaciones, acometidas violentas de alguna fiera o continuos ataques de mosquitos capaces de enfermarle con su picadura… ¿Cómo podrá avanzar, en tales circunstancias, hacia la perfección evangélica, es decir, hasta el perfecto amor de Dios y del prójimo? Que podrá avanzar es algo cierto, pues está eficazmente llamado por Dios a la perfecta santidad. ¿Pero cómo podrá hacerlo? ¿Cómo actuará en él la gracia del Salvador?…


Libres del mundo

De los tres enemigos «el mundo es el enemigo menos dificultoso». Esta afirmación de San Juan de la Cruz la dirigía a un religioso, que ya por su género de vida había dejado al mundo (Cautelas a un religioso 2). Pero creo yo que él diría lo mismo a un laico: «el mundo es el enemigo menos dificultoso», también para los cristianos que viven en el mundo su vocación secular. La flaqueza de la carne, es decir, la propia condición de pecador, y las insidias del diablo son enemigos mucho más fuertes y duraderos que los lazos del mundo, con ser éstos tan peligrosos y continuos.

Pues bien, ¿cómo se produce la victoria de los laicos sobre el mundo? De varios modos fundamentales: 

—Por el conocimiento de la verdad del mundo. «Ésta es la victoria que vence al mundo, [la verdad de] nuestra fe» (1Jn 5,4). Los laicos que tienden a la perfección, conociendo la verdad evangélica, descubren enseguida la mentira y el pecado del mundo. No hace falta apenas predicarles acerca de esto: ya lo saben de sobra. A medida que van conociendo los pensamientos y caminos de Cristo, ven que son contrarios en muchísimas cosas a los del mundo, y que «los pensamientos de los hombres son insubstanciales» (Sal 93,11). A medida que se van empeñando en dejar que Cristo viva en ellos, hallan resistencias, objeciones y burlas por todas partes. 

Entre todos los cristianos que tienden de verdad a la santidad, son precisamente los laicos quienes conocen más de cerca y con un realismo más concreto la miseria del mundo secular, la sordidez de la vida de aquellos que andan «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Quizá, es cierto, tarden un poco más en descubrir la vanidad del mundo, atraídos por él en sus años jóvenes; pero su maldad y su falsedad las conocen en cuanto comienzan a vivir de veras en Cristo, aunque sean niños o adolescentes. Y cuando estos laicos ven el ingenuo optimismo rousseauniano de algunos ideólogos cristianos, no pueden menos de considerarlos con pena como alienados, como personas que están en las nubes de sus ideologías, sin pisar la realidad de la tierra. 

—Por una gran libertad del mundo. Entienden bien estos laicos –repito, en la medida en que tienden sinceramente hacia la santidad–, que no podrán ir adelante si no vencen al mundo, liberándose de sus condicionamientos negativos. Y ahora es, precisamente, cuando conocen hasta qué punto estaban antes sujetos al mundo en mentalidad y costumbres. En efecto, ahora comprenden bien aquello del Apóstol: «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rm 12,2).

Si un hombre está atado por cadenas a un rincón, y en él lleva años viviendo, termina por no darse cuenta de que está encadenado. Allí hace su vida. Pero el día en que intenta salir de su rincón, al punto experimenta la fuerza limitante de sus cadenas. Del mismo modo, el cristiano más o menos avenido con el mundo secular no se siente sujeto a éste por cadenas invisibles. Sólamente cuando intente, conducido por Cristo, salir de esa esclavitud mundana a la libertad de la vida evangélica, se sentirá atado, en expresión de Santa Teresa, a «esta farsa de esta vida tan mal concertada»
(Vida 21,6).

—Por una vida renovadora del mundo secular. Los cristianos libres del mundo, dóciles al Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra, van desarrollando en sí mismos una vida nueva y santa en la familia, el trabajo, la vida social. Así viven el éxodo heroico que, sin dejar el mundo, va a permitirles salir de Egipto, adentrarse en el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. El mismo Cristo que vence al mundo en los religiosos, asistiéndoles con su gracia para que «no lo tengan», es decir, para que lo dejen, es el que con su gracia va a asistir a los laicos para que «lo tengan como si no lo tuviesen» (+1Cor 7,29-31). Y no es fácil decir cuál de las dos maravillas de gracia es más admirable.

Libres del mundo, los laicos que tienden a la perfección conocen sus engaños y maldades con facilidad, y poco a poco van conociendo también su vanidad. Van sabiendo a qué atenerse frente al mundo, ante el sexo, el trabajo, la acción política, y no incurren en las visiones ingenuas de quienes quizá saben de todo eso más por los libros que por las realidades concretas.

Y el mismo Salvador que les libra de respetos humanos y de fascinaciones seculares, les da amor al mundo visible, amor benéfico y compasivo, caridad abnegada, eficaz, ingeniosa, fuerza para hacer el bien en la familia y el trabajo, en la cultura y las instituciones, sencillez de palomas y prudencia de serpientes (Mt 10,16). Por eso, ante los males del mundo no están amargados o agresivos, ni asustados; no están tampoco a la defensiva, lo que sin duda trae consigo ceder un día un poco en esto, y otro poco en aquello, hasta quedar mundanizados. Al contrario, alegrándose siempre en el Señor (Flp 4,4), en quien tienen su fuerza y su esperanza, día a día van afirmando en sus vidas un mundo nuevo, distinto y mejor, y así es como «consagran el mismo mundo a Dios» (LG 34b): los padres cultivando sus niños, el funcionario o el comerciante con su gente, el trabajador en su huerto, oficina o taller, el enfermo en su cama, y todos, con no pocos aprietos, abandonándose siempre confiadamente a la guía de Dios providente, que les va enseñando y santificando cada día.

—Por el martirio. Y cuando esta vida cristiana, tensa hacia la santidad, han de vivirla en un mundo profundamente paganizado, entonces, inevitablemente, son mártires de Cristo, pues «todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12). ¡Y qué persecuciones tan terribles sufren los laicos! Se diría que aún más duras, frecuentes e insidiosas, al menos en ciertos aspectos, que las que han de sufrir sacerdotes y religiosos. La búsqueda de la santidad suele encontrar en el mundo persecuciones muy especiales, que no se dan en el monasterio o en la vida sacerdotal y religiosa.

Por otra parte, al laico que tiende con fuerza hacia la santidad suelen afectarle muy especialmente las resistencias que, con frecuencia, halla «entre sus parientes y en su familia» (Mc 6,4), es decir, en «los de su propia casa» (Mt 10,36; +10,37; Miq 7,6; Lc 12,52-53; 18,29). Ellas constituyen las presiones hostiles más penosas y eficaces, pues si no las vence, con actitudes frecuentemente heroicas, no podrá ir adelante por el camino de Cristo.

Por eso, cuando algunos autores actuales intentan caracterizar la vida religiosa por el radicalismo de sus opciones evangélicas, aunque haya parte de verdad en lo que dicen, no son en absoluto convincentes sus planteamientos. La radicalidad evangélica, que lleva a actitudes muchas veces heroicas, pertenece tanto a los laicos que buscan la perfección en el mundo, como a los religiosos que la buscan renunciando a él y consagrándose inmediatamente al Reino.

Los laicos cristianos son mártires de Cristo precisamente por su inmersión en el mundo secular, en el que buscan la santidad. No sufrirían esos martirios si renunciaran a la vida perfecta, y se conciliaran, aunque sea un poco, con el mundo. Y tampoco los sufrirían, al menos del mismo modo, si vivieran en un monasterio o en un convento de vida apostólica.

Son laicos mártires, y lo son precisamente porque en el mundo «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús», sin dejar que la Bestia diabólica ponga su sello en sus frentes o en sus manos (Ap 12,17; +13,15-17). A ellos, que son las primicias de la Nueva Creación, y que están en el mundo «como forasteros y peregrinos» (1Pe 2,11), Dios les ha asignado, como a los apóstoles, «el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres» (1Cor 4,9).

—Por un milagro continuo de la gracia. ¡Y qué espectáculo el de los cristianos que tienden a la santidad en el mundo! ¡Qué milagro permanente! Es algo tan prodigioso como la santificación de aquéllos a quienes Dios ha concedido dejar la vida del mundo. Ellos son como aquellos tres jóvenes que fueron arrojados al horno ardiente: «El ángel del Señor había descendido al horno con Azarías y sus compañeros, y apartaba del horno las llamas del fuego y hacía que el interior del horno estuviera como si en él soplara un viento fresco. Y el fuego no los tocaba absolutamente, ni los afligía ni les causaba molestia. Entonces los tres a una voz alabaron y glorificaron y bendijeron a Dios en el horno: “Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado
por los siglos”» (Dan 3,49-52).

Caminos laicales de Perfección,
P. José María Iraburu

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