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La sorprendente respuesta a un ateo en el reencuentro entre dos amigos

Dos amigos se encuentran frente a la catedral después de 9 años. La última vez que se vieron eran ateos, ahora son, uno católico y el otro ateo; este último expone las dificultades que plantea en su cosmovisión moderna, la comunión de los primeros viernes. El primero responde a sus cuestionamientos con suma caridad.

Fabricio estaba sentado en la escalinata de la Catedral; sus brazos enganchados, apretaban contra sí sus rodillas mientras sus ojos se elevaban por sobre los árboles de la Plaza Central y contemplaban las pequeñas luces que en esa noche iluminaban un claro cielo. De pronto, un hombre, de chaqueta marrón, de más o menos su misma edad, apareció desde detrás y sin mirarlo, se sentó a su lado. Fabricio, no volteó ni dijo palabra alguna. El silencio de esos segundos fueron como un profundo saludo, no parecía que no se habían visto desde hace nueve años. Roberto, el recién llegado, dijo:

–Veo que no has cambiado en nada. Sigues sorprendiéndote por el número de las estrellas.

Fabricio, pareció no escucharlo. Pero Roberto continuó:

–Pero lo importante, no es el número de las estrellas, querido amigo; sino quien las hizo y las puso allí.

Cuando Fabricio terminó la frase, Roberto dibujaba una sonrisa torcida hacia lado derecho de su rostro, mientras bajaba la mirada y sin abrir la boca exhalaba un tenue aliento, como una diminuta risa muda.

–¡Hace como una década que no te veo,– dijo Fabricio acentuando cada una de sus palabras pero sin abandonar su sonrisa casi burlesca– y me saludas hablándome de Dios!

–Hace un década que no te veo–respondió rápidamente Roberto, girando su rostro para mirar a su interlocutor–pero siempre leí tu columna semanal y deduje que te has vuelto un «fidedigno» ateo.

Fabricio, bajó los pies un peldaño y a su vez giró para mirar a su amigo. Ambos estaban profundamente emocionados por el reencuentro; cuando se despidieron al terminar la universidad, prometieron verse pronto, pero sus respectivos trabajos postergaron este encuentro por muchísimo tiempo.

–Y yo puedo deducir, que te siguen gustando, tanto estudiar la psicología de los demás, como burlarte de los mismos con tus juego de palabras. –dijo Fabricio.

–Al escucharte–dijo el hombre de chaqueta marrón–siento como si el tiempo no hubiera pasado.

–Y sin embargo ha pasado un buen tiempo.–respondió Fabricio volviéndose nuevamente hacia las estrellas– Tiempo suficiente como para que conquistes el amor de Rut, en quien te has fijado desde el colegio, te cases con ella, tengas tres hijos y te hagas católico.

Roberto rió de modo fugaz y repentino; y aún con la sonrisa en los labios dijo:

–Veo que estuviste siguiéndome; pero hay errores en tu descripción. No son tres, sino cuatro; mi esposa está embarazada ahora de un varón, y mi conversión no está al final, sino al inicio de todo. Me convertí, luego conquisté a Rut, o más bien para hacerlo, aunque no directamente, y luego lo demás.

Fabricio lo miró con el ceño entrefruncido; y después de unos segundos dijo:
–Déjame adivinar tus subsiguientes palabras. Ahora me hablarás de Dios, de su amor, de su Hijo Jesucristo, del valor de la familia, e intentarás convertirme.

–Tú me has citado–respondió Roberto con profundidad– creo que el que quiere «convertirme» eres tú.

Fabricio se puso de pie; bajó unos escalones de modo a que su rostro esté a la altura de su amigo y dijo como un desahogo:
–No lo entiendo Roberto; yo sé que cualquiera que quisiera cortejar a la Rut de hace 10 años, tenía que ser aceptado por sus padres cuya catolicidad y apego a la tradición son casi patológicos. Pero tú no harías eso, aunque con eso conquistases a la mismísima Reina Elizabeth.

Dos amigos y el sagrado corazon - La sorprendente respuesta a un ateo en el reencuentro entre dos amigos

–Efectivamente. Tú y yo éramos agnósticos, pero con principios–dijo Roberto riendo.

–Exacto, con lo cual entiendo que tu conversión es sincera y no tuvo que ver con su subsiguiente matrimonio. Pero te has vuelto un científico de renombre, y en lugar de abandonar esa práctica religiosa…

Fabricio, paró como para respirar pero quedó con la mirada perdida, mirando al suelo. De pronto, continuó esta vez con mayor ímpetu:

¡Ahora vas a la Iglesia una vez al mes para reparar las ofensas contra el «corazón» de Jesucristo! ¿En qué cabeza cabe semejante disparate?

Roberto echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran carcajada. Cuando empezaba a recuperarse de esa especie de trance y mientras se quitaba los lentes para secarse los ojos Fabricio continuó:

–Yo entiendo en gran medida la doctrina católica, pues fui a las clases de catequesis cuando niño; entiendo vuestras leyes y preceptos, entiendo vuestras obligaciones dominicales de culto a Dios; entiendo incluso la extraña doctrina vuestra de la «transubstanciación» y lo que llaman Eucaristía. Pero no entiendo, cómo puede tener devoción al músculo del miocardio de Jesús que para ustedes es Dios y además ofrecer comuniones para reparar sus dolores. ¿Cómo puede un Dios exigir una cosa así?

–Veo que tu servicio de inteligencia funciona a la perfección–respondió Roberto sorprendido.–Pero hay errores en vuestro razonamiento. A ver; Nuestro Señor se apareció a una monja francesa…

Fabricio lo interrumpió diciendo:
–Llamada Margarita María de Alacoque, una monja de la Orden de la Visitación, a quien Jesús se le aparece prometiéndole 12 beneficios a cambio de estas comuniones reparadoras de los primeros viernes durante 9 meses. Eso ya lo sé, ahórrate esa explicación. Explícame más bien, cómo un dios omnipotente, puede necesitar reparación en una parte del cuerpo de Jesús, que según tengo entendido es plenamente hombre sin dejar de ser Dios.

Las palabras de Fabricio parecían una ametralladora, la velocidad de sus palabras denotaba su desesperación y su inquebrantable peinado empezaba a demostrar algunos cabellos rebeldes.

Roberto, saliendo de la sorpresa, que expresaba con la apertura de sus ojos y de su boca, dijo:

–Está bien. Te lo explicaré. Cuando hablamos del Corazón de Jesús, más que el músculo del miocardio, estamos hablando del amor de Cristo. La segunda persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre, efectivamente, y nos amó; y nos ama, de hecho, con un amor divino, porque es Dios, espiritual, porque tiene las pasiones ordenadas y sensible porque es hombre verdadero. Su amor es el acto de su inteligencia y su voluntad. Y ese amor lo llevó a la cruz, a pagar por nuestros pecados, incluyendo los míos y los tuyos. El corazón es el símbolo del centro del alma de Cristo, y en ella está depositado el amor que Dios nos tiene. Ese amor tenía que ser correspondido, pero de los hombres Jesús no ha recibido amor, sino desprecios, burlas y sobre todo ofensas.

–¿Me estás diciendo que Dios exige nuestro amor?–preguntó Fabricio.

–Sí–respondió Roberto, –pero no nos quitó la libertad, de hecho la única forma de amar es con libertad, yo puedo amar o dejar de hacerlo, pero no se trata de eso. Se trata de que el hombre no puede sino amar a un Dios que lo ama.

El rostros de Fabricio, quedó serio, casi inmóvil.

–Si alguien diera la vida por tí–continuó Roberto, –tu agradecimiento sería un profundo amor; pero resulta que Dios entregó efectivamente su vida, por ti, por mí y por esa señora con suéter verde que está allí. Y las comuniones reparadoras son el modo que encontró Dios para que los que lo aman, lo amen más, cubriendo de cierto modo el lugar de los que aquellos que no lo aman.

Roberto se paró, tomó a su amigo del hombro y le dijo con una voz profunda y suave:

–Fabricio. Con mis comuniones, reparo las ofensas de los que no creen, como tú. No lo hacemos solamente, por las promesas, lo hacemos por justicia.

Esas últimas palabras, sonaron como una campana aguda en los oídos de Fabricio; la idea de la justicia, encaramada con lo que Roberto llamaba amor, que evidentemente no se refería a ningún sentimiento, sino a una entrega heroica, hacían tambalear sus concepciones de culto de religión de dogma. Se sentó, entrecruzó las manos y la colocó sobre la boca, casi como si rezara.

Roberto se puso detrás y casi hablando al oído dijo a su amigo:

–Y te cuento algo más, detrás de ti hay una Iglesia, y en ella un tabernáculo que guarda la Eucaristía, el cuerpo de Jesús, y según algunos milagros eucarísticos, es un pedazo de su corazón.

Y se alejó, con las manos en el bolsillo, bajando rápidamente las escaleras, dejando detrás de él a un nuevo devoto del Sagrado Corazón, quizás.

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