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¿Hasta que la muerte los separe o hasta que los defectos aparezcan?

Ciertamente, todos tenemos aspectos positivos y es muy gratificante que la persona que amamos sepa que lo reconocemos. Pero no solo hoy, sino, muy a menudo, para que se haga costumbre.

Es importante observar al cónyuge y expresar admiración por sus cualidades, habilidades y por su entrega en las tareas del hogar. Los esposos debe hacer un refinado examen de conciencia para analizar su conducta y ver que aspecto de su vida deben mejorar para crear la mejor atmosfera familiar.

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Sistema es el conjunto de partes que actúan interdependientemente, formando un todo unitario. Deduzco, por tanto que, el matrimonio es unión de dos sistemas. Naturalmente, no tengo respaldo científico de lo expresado, puesto que ni soy psicólogo, ni filósofo. Es mi opinión basada -quizá- en más de 36 años de casado.

No es necesario ser experto para concluir que dos personas – cada cual con su impronta personal – supone tropiezos en la calidad de la interacción matrimonial. Ejemplos los vemos y sentimos cada día, con nosotros y con otros. Veamos ciertos perfiles del cónyuge:

– El Romántico. Vive su vida «en las nubes». Su pareja, en cambio, «pisa tierra» y debe afrontar la vida. El romántico se siente «Incomprendido» porque su «medio limón» no es sensible, ni se acordó del día «de»(El día importante y luego eso produce el problema de la casa).

– El papá guazú. Este tipo de cónyuge se considera como el «gerente general del universo». Es el progenitor, proveedor, profesor, contenedor, gobernador, salvador. Domina a su pareja velando y gobernándola, sin dejar de ser cariñoso y benévolo. Su palabra es «ley»,  y su cónyuge «debe aprender» a ser obediente para ser «feliz».

– El Racional. Las emociones no deben influir en la vida conyugal. La vida en común debe ser lógica, ordenada, razonada, cumpliendo cada quien, responsablemente, sus obligaciones. Este tipo de cónyuge está dispuesto a brindar con paciencia las lógicas explicaciones de cada acontecimiento. Cumple cabalmente sus compromisos y no logra comprender, por qué el otro no hace lo mismo. Nada de interminables suspiros mirando al cielo, ni llantitos estériles.

– El del síndrome de realeza medieval. Este tipo de ejemplar actúa evitando en lo posible compartir la vida íntima, aunque diga lo contrario. Por la razón que fuere, quiere que el otro respete su forma de pensar, sus sentimientos y su «independencia», es decir, su forma de «ser». Comparte momentos con su cónyuge, con los hijos, con amigos, con el perro…pero evita el trato íntimo. Duerme en cuarto separado, como los antiguos monarcas.

– El piloto o domador. Es quien desea dirigir todas las actividades de su cónyuge. Quiere que el cónyuge piense, hable y haga lo que se le indica, como lo haría un entrenador de potros. Los habitantes de la casa deben ser «pilotados-domados». No perdona ningún error, por mínimo que sea; ni el ínfimo descuido tolera. Basta haber tropezado con algo para criticar, juzgar y condenar. Es como una «locomotora» que guía vagones.

– El Perezoso. Al que no le gusta ayudar en las tareas del hogar y solo piensa en descansar. Ayudar a la esposa o cuidar de sus hijos no está en su lista de prioridades.

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¿Con cuál de estos tipos de conducta me identifico? Quizá tenga un poco de todo. Así las cosas, de ahora en adelante, me propongo observar mejor a mi cónyuge, expresar mi admiración por sus cualidades, habilidades, por su entrega en la tarea del hogar, por la deliciosa comida y por aguantarme tanto tiempo.

Por eso San Josemaría enseña: «El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en lo que se piensa alcanzar. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos, en el buen humor ante las dificultades. El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y se gana con sacrificio, con sonrisas y con un poco picardía también».

Ciertamente, todos tenemos aspectos positivos y es muy gratificante que la persona que amamos sepa que lo reconocemos. Pero no solo hoy, sino, muy a menudo, para que se haga costumbre. De este modo ya no habrá motivos para lamentarse con el consabido: ¡sí yo sabía… no me hubiera casado!

Luego, el matrimonio, antes que el fin del amor, sea el principio que dure hasta que la muerte nos separe.

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