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Los casados también deben abrazar la pobreza, la castidad y la obediencia

Los consejos evangélicos deben ser vividos, en espíritu y en la carne, por todos los cristianos, independientemente de su estado de vida y las necesidades y demandas que se derivan de él. Al igual que aquellos «muertos para el mundo», los cristianos que «viven en el mundo» también deben ser pobres en espíritu, puros de corazón y obedientes a la palabra de Dios y a la Iglesia.
¿Por qué la pobreza, la castidad y la obediencia también son para los casados?

Tomado de Padrepauloricardo.org
Traducido y editado por
Formacióncatólica
.org

En la Edad Media, todos los miembros de la cristiandad vivían bajo una ley común: la del Evangelio, como lo enseña la Iglesia. No había dos mundos y patrones, lo sagrado y lo profano, sino uno, que todas las cosas unían al pie de la Cruz. Era una sociedad jerárquica, sí, pero no «clericalista». El «clericalismo» es la esclerosis de la jerarquía y se da cuando ésta deja de ser un principio interno y vital de cohesión, reconocido como el portavoz de un cristianismo compartido por todos, sino más bien, se comporta como una imposición externa.

En la Edad Media, por ejemplo, a menudo se esperaba que los cónyuges católicos se abstuvieran de tener relaciones sexuales, y esto varias veces durante el año, incluso durante la Cuaresma.

Si consideramos la teología del matrimonio de Santo Tomás de Aquino, que es bastante representativa del tiempo en que vivió, podemos decir que la vida matrimonial no fue «tan mundana» como para excluir las demandas de lo sagrado, ni tampoco la vida de los  sacerdotes y religiosos eran vistos de una manera tan «sagrada» que excluyeran las necesidades de este mundo. Por el contrario, ambas realidades fueron percibidas como sagradas, pertenecientes a la Iglesia y como expresiones de la vida católica; y ambas existían para dar fruto para el reino de los cielos: el matrimonio ayudaba a los cónyuges a criar y educar a los ciudadanos del cielo; el sacerdocio y la vida religiosa al hacer que las personas primero busquen el reino de los cielos en su oración litúrgica, y luego enseñando y alimentando a los fieles con bienes espirituales (y a menudo también bienes materiales). El matrimonio como tal dejará de existir en el reino celestial; pero con la excepción de Adán y Eva, que fueron creados directamente por Dios, todos los que están en el Reino son los frutos más agradables de este sacramento, y esta es precisamente su gran dignidad: ser una señal viva y la humilde sierva de la alegría celestial suprema, cual «partera» indispensable para dar a luz a la gloriosa Ciudad de Dios.

Así, el matrimonio se entendió en la cristiandad dentro de la lógica del Evangelio. No era un asunto mundano de autodeterminación y placer ilimitado, sino que requería penitencia y autocontrol, no muy diferente de los de la vida sacerdotal y religiosa. En la Edad Media, por ejemplo, a menudo se esperaba que los cónyuges católicos se abstuvieran de tener relaciones sexuales, y esto varias veces durante el año, incluso durante la Cuaresma. Al parecer, esta renuncia del «uso matrimonial», si no era obligatoria, al menos era practicada durante gran parte del año. Ese auto-dominio sexual consistió en una rutina ascética de continencia periódica, y no hemos visto nada parecido en cientos de años. Y puede ser que en esta pérdida se encuentre una de las causas de la gran ruina espiritual de tantos matrimonios (cf. 1 Cor 7: 5.35).

La cuestión aquí es lo siguiente: en el pasado, se reconocía el matrimonio como un verdadero vía crucis, una forma de llevar la propia cruz, día tras día, siguiendo a Cristo. A pesar de sus diferencias, los estados matrimoniales, religiosos y sacerdotales disfrutaron de una profunda unidad: la unidad de las virtudes cristianas, siendo la madre y la reina de todas ellas caridad. El amor entre el hombre y la mujer y su amor por sus hijos tenía que ser un amor de caridad, no un mero afecto terrenal. Todas las demandas de la caridad sobrenatural, comenzando con su primacía sobre otros aspectos de la vida humana, debían ser vividas plenamente en la «iglesia doméstica».

No importa si esa bella faz de la cristiandad se haya desfigurada por las guerras, pestes y revoluciones de los últimos 500 años: la primacía de la caridad sigue siendo verdadera hasta el día de hoy, ya que no cambiaron ni la naturaleza del matrimonio sacramental ni sus elevados fines y exigencias. 

Santo Tomás de Aquino vio una consecuencia importante de esto en su tratado Sobre la perfección de la vida espiritual, a saber: «aunque una pequeña parte de los cristianos abrace los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, imitando al máximo la vida de Nuestro Redentor en la tierra, todos los cristianos están llamados a vivir lo que en ellos es esencial. Al igual que aquellos «muertos para el mundo», los cristianos que «viven en el mundo» también deben ser pobres en espíritu, puros de corazón y obedientes a la palabra de Dios y a la Iglesia. Más específicamente, deben luchar por la moderación en los bienes terrenales, la disposición a vivir la continencia corporal y la obediencia dentro de la estructura familiar».

En otras palabras, los consejos evangélicos deben ser vividos, en espíritu y en la carne, por todos los cristianos, independientemente de su estado de vida y las necesidades y demandas que se derivan de él.

Se requiere una virtud moral por parte de sus cónyuges para aceptar estos períodos con un generoso espíritu de caridad y abnegación

Las parejas unidas en sagrado matrimonio lo saben por experiencia: circunstancias como la enfermedad, los accidentes, el embarazo, los viajes o el trabajo, y el simple hecho de que la pareja envejezca hace que la abstinencia sea inevitable. Se requiere una virtud moral por parte de sus cónyuges para aceptar estos períodos con un generoso espíritu de caridad y abnegación, convirtiéndolos en continencia temporal y meritoria para el Reino. Esto también se aplica al uso de la riqueza y la necesidad de abandonar aquellas actividades independientes fuera del hogar que son incompatibles con el bien común de la familia.

Es una tragedia que gran parte de lo que la Sagrada Escritura enseña sobre la familia, así como gran parte de la sabiduría tradición patrística y medieval, hayan sido descartadas debido a una simple vergüenza o, lo que es peor, a una visión modernista para la cual los dictámenes morales de las Sagradas Escrituras son culturalmente limitados y, por lo tanto, sustituibles por el código de conducta supuestamente «ilustrado» de hombres y mujeres del Occidente moderno. Uno debe resistir la tentación de seguir al espíritu de la época, es decir, el «espíritu de los tiempos», en lugar del Espíritu Santo. Afortunadamente, hemos sido dotados de una herencia sólida y rica que guía a los fieles en el camino correcto, incluso cuando los eclesiásticos, en un momento concreto de la historia, se sienten confundidos por su propia culpa.

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