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¿Por qué se han de leer los viejos libros?

Leer las obras antiguas, argumenta Lewis, amplía la visión de perspectiva del lector y le permite comprender mejor los libros modernos que lee, y a la vez, desarrollar su espíritu crítico
¿Por qué se han de leer los viejos libros?

«¡Leed intensamente a los antiguos, a los antiguos de verdad! Lo que los modernos dicen de ellos importa muy poco» (August Wilhelm Schlegel) ¿Cómo sostener esta verdad? ¿Por qué se han de leer los viejos libros?, Miguel Sanmartin nos explica.

El autor del blog delibrospadresehijos.blogspot.com, Miguel Sanmartin Fenollera, llama la atención de los lectores con este cuestionamiento y se traza otros más: «¿Por qué tal cosa? ¿quizá porque soy un reaccionario, un dinosaurio atrapado en el ayer? ¿tal vez porque soy un timorato que no osa enfrentarse con la realidad que le ha tocado vivir? ¿o acaso porque pretendo –contra toda razón y pronostico–, guarecer a mis hijos del mal del mundo en torres inexpugnables y por ello solitarias? Todas estas preguntas retóricas podrían dejar de serlo y merecer una puntual respuesta, pero me excedería del propósito de este artículo. Por ello me centraré en dar contestación a la cuestión que titula este escrito: ¿es bueno dar de leer a nuestros hijos libros viejos? y si esto fuera así ¿cuál es su fundamento?»

Sanmartin manifiesta que «si de lo que se trata es de leer buenos y grandes libros» entonces su respuesta es sí, que por supuesto que es bueno, ya que lo cierto es que solo el tiempo puede decirnos si el libro en cuestión merece ese calificativo; por lo tanto los viejos y ancianos libros son una elección segura».

Miguel Sanmartin Fenollera acrecenta su opinión sobre la importancia de leer libros antiguos con la opinión de otros expertos y los cita a continuación:

S. Lewis trató este tema en una introducción que escribió para la obra de San Atanasio Sobre la encarnación. Allí, Lewis nos presenta tres razones por las cuales los jóvenes deben tener una dieta constante de libros antiguos:

1. Siempre es más fácil aprender de la fuente

Cuando se trata de autores solemnes como Platón y Aristóteles, muchos asumen automáticamente que ni ellos ni sus hijos estarán a la altura. Tal suposición, señala Lewis, es completamente falsa:

«He encontrado como tutor en Literatura Inglesa que si un estudiante ordinario desea saber algo sobe el platonismo, la última cosa que se le ocurre es sacar una traducción de Platón del estante de la biblioteca para leer el “Simposio”. Prefiere leer alguna insípida obra moderna diez veces más larga sobre los “ismos” e influencias, que solamente una vez en cada doce páginas relata lo que dijo en verdad Platón. Su error es más bien genial, porque surge de la humildad. El estudiante teme encontrarse cara a cara con un gran sabio. Se siente inadecuado y piensa que no lo va comprender. No sabe que el gran hombre, por su misma grandeza, resulta mucho más comprensible que sus comentaristas modernos».  

2. Amplía nuestra perspectiva

Leer las obras antiguas, argumenta Lewis, amplía la visión de perspectiva del lector y le permite comprender mejor los libros modernos que lee, y a la vez, desarrollar su espíritu crítico:

«Si te unes a las once en punto a una conversación que comenzó a las ocho, probablemente no captarás el sentido de lo que se está diciendo. Los comentarios que te parecen más apropiados producirán risas o irritación y no sabrás por qué; la razón, por supuesto, es que las primeras etapas de la conversación les habrían prestado un sentido especial que desconoces. De la misma manera, las frases contenidas un libro moderno que parecen muy ordinarias pueden ser dirigidas “a” algún otro libro; de esta manera, se te puede inducir a aceptar lo que hubieras rechazado con indignación si hubieras comprendido su verdadero significado».

3. Nos ayuda a comprender el presente

Lewis reconoce que muchos autores y pensadores del pasado cometieron errores, que la sola antigüedad no es garantía de la verdad. Pero opina que el familiarizarnos con los libros que aquellos hombres escribieron nos permitirá buscar la mejor forma de evitar esos mismos yerros, adquiriendo una mayor perspicacia a la hora de detectarlos:

«Cada edad tiene su propia perspectiva. Es especialmente buena para ver ciertas verdades y especialmente propensa a cometer ciertos errores. Todos, por lo tanto, necesitamos los libros que prevendrán y corregirán los errores característicos de nuestra propia época. Y eso significa libros antiguos. (…) Podemos estar seguros de que la ceguera característica del siglo XX es la ceguera acerca de la cual la posteridad se preguntará: Pero ¿cómo pudieron haber pensado eso? (…) Ninguno de nosotros puede escapar por completo a esta ceguera, pero ciertamente la fortaleceremos y debilitaremos nuestra guardia contra ella, si leemos solo libros modernos. Donde estos muestren la verdad, nos ofrecerán verdades que ya sabíamos a medias. Donde sean falsos, agravarán el error del cual ya estábamos desde antes peligrosamente enfermos. El único paliativo es mantener la limpia brisa marina de los siglos soplando en nuestras mentes, y esto solo puede hacerse leyendo libros antiguos».

K. Chesterton, por su parte, nos advierte en El hombre eterno: «Es muy probable que la idea misma se encuentre repartida en todos los grandes libros de un carácter más clásico e imparcial, desde Homero y Virgilio a Fielding y Dickens. Se pueden encontrar todas las nuevas ideas en los libros viejos, solo que allí se las encontrará equilibradas, en el lugar que les corresponde y a veces con otras ideas mejores que las contradicen y las superan. Los grandes escritores no dejaban de lado una moda porque no habían pensado en ello, sino porque habían pensado también en todas las respuestas».

Por otro lado, Sainte-Beuve en su libro Retratos literarios, nos dice, con una sabiduría nacida de la observación:

«… todas las veces el gusto por los libros se adquiere paulatinamente. De joven, de ordinario se advierte poco su aprecio; se abren, se leen y se les rechaza fácilmente. Se les quiere novedosos y que halaguen tanto a los ojos como a la fantasía. Se busca un poco la misma belleza que en la naturaleza. Amar a los libros viejos como gustar el buen vino es signo de madurez».

Todos sabemos que más viejo no es necesariamente mejor, pero también sabemos de la existencia de las veleidosas modas y de algo que conocemos como la prueba en el tiempo: si no damos a nuestros hijos libros testados, cuya calidad y valor haya sido probado por el tiempo, podemos estar dándoles en su lugar basura literaria cuya popularidad muy probablemente pasará por tratarse de una moda pasajera y desechable. Como dice William Hazlitt en su conocido ensayo sobre la moda (On fashion, en el Edinburgh Magazine, sept. 1818), ésta, por su propia naturaleza, no puede ser buena:

«No puede ser duradera, pues depende del cambio y de la variación constantes de sus propios disfraces de arlequín; no puede ser verdadera, pues si lo fuera no dependería de la inspiración del capricho; debe ser superficial, para producir un efecto inmediato en la multitud boquiabierta; y frívola, para aceptar que su existencia sea usurpada a placer por todos aquellos que siguiendo la moda aspiran a distinguirse del resto del mundo. Nada es en sí misma, ni de nada es señal, sino de la simpleza y la vanidad de los que la tienen por su mayor orgullo y adorno. Ejerce el más fuerte dominio sobre las mentalidades más débiles y estrechas, sobre aquellos cuya vaciedad no imagina nada digno de elogio excepto o que piensan otros y cuya vanidad les induce a restringir el concepto de excelencia a ellos mismos y a los que son como ellos». Aplíquenlo a los libros que a cada semana se suceden en las listas de éxitos de las librerías.

Los libros malos son un veneno intelectual: estropean el espíritu. Para leer lo bueno hay una condición: no leer lo malo

Schopenhauer por su parte, en el capítulo titulado «Sobre la lectura y los libros» de sus Parerga y Paralipomena, aconseja encarecidamente escapar de los malos libros, que él asimila grandemente a los contemporáneos, y dice así:

“Nueve décimas partes de nuestra literatura actual no tienen otro objetivo que sacarle al público del bolsillo algunos táleros: para eso se han juramentado el autor, editores y reseñadores. (…) Los libros malos son un veneno intelectual: estropean el espíritu. Para leer lo bueno hay una condición: no leer lo malo; pues la vida es corta y el tiempo y las fuerzas limitados. (…) Hay en todas las épocas dos literaturas, que circulan una junto a otra sin relacionarse: una real y otra sólo aparente. Aquélla se trasmuta en literatura que permanece”.

Más cerca de nosotros, José Vasconcelos señaló en su obra De Robinson a Odiseo, pedagogía estructurativa, la necesidad de que los jóvenes leyesen buenos libros viejos, «los libros grandes y generosos del pasado» como gustaba decir:

«Ahora me dirijo a los 90 millones de hispanoamericanos, libres de bastardaje mental, y les recuerdo que sus antepasados, desde la infancia, gustaban de los clásicos griegos, leían a los latinos, se acercaban a las cumbres del espíritu humano, aunque todavía no poseyeran la máquina de calcular, el tractor de gasolina o el altoparlante. Nada me parece más urgente que acercar a la juventud, desde la infancia, a los grandes modelos de todos los tiempos. (…) Todo el ambiente de una escuela puede transformarse y ascender con una prudente dosis de buena lectura sólida de clásicos: Homero, Platón, Dante, los univer­sales, y, para nuestro uso, Cervantes, Calderón, Lope de Vega y Galdós, el último».

Finalmente, John Senior en su obra La muerte de la cultura cristiana, no solo recomienda la lectura de los buenos libros como preparación para el posterior acceso a los grandes, sino que sitúa unos y otros a una cierta distancia temporal del lector:

«Hay también un común acuerdo en que tanto los libros “grandes” como los “buenos” sólo pueden ser juzgados desde una cierta distancia. Las obras contemporáneas pueden ser apreciadas y disfrutadas, pero no adecuadamente juzgadas; y así como un principio debe estar fuera de lo que se sigue de él (como un punto y una línea), así un estándar cultural debe establecerse después de un cierto tiempo; por ejemplo, desde el tiempo de nuestros abuelos. Hoy para nosotros el punto de corte es la Primera Guerra Mundial, antes de la cual los automóviles y la electricidad no habían llegado a dominar nuestras vidas y la experiencia de la naturaleza no había sido distorsionada por la velocidad y la destrucción de las sombras».

«Así pues, ¿se han de leer los buenos y grandes viejos libros? Por supuesto que sí, es imperativo, es conveniente y es, además, lo más inteligente» nos recomienda Miguel Sanmartin Fenollera.

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