Buscar

Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo

Una exhortación de San Josemaría Escrivá para amar y santificar lo que hacemos día a día. «El trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa», nos enseña el Santo.

La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios.

La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía.

El trabajo acompaña inevitablemente la vida del hombre sobre la tierra. Con él aparecen el esfuerzo, la fatiga, el cansancio: manifestaciones del dolor y de la lucha que forman parte de nuestra existencia humana actual, y que son signos de la realidad del pecado y de la necesidad de la redención. Pero el trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo: quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa.

Todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación.

Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad.

Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio.

Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque fuimos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, y somos herederos de sus promesas. Es justo que se nos diga: ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios.

El trabajo profesional es también apostolado, ocasión de entrega a los demás hombres, para revelarles a Cristo y llevarles hacia Dios Padre, consecuencia de la caridad que el Espíritu Santo derrama en las almas. Entre las indicaciones, que San Pablo hace a los de Efeso, sobre cómo debe manifestarse el cambio que ha supuesto en ellos su conversión, su llamada al cristianismo, encontramos ésta: el que hurtaba, no hurte ya, antes bien trabaje, ocupándose con sus manos en alguna tarea honesta, para tener con qué ayudar a quien tiene necesidad.

Si trabajamos con este espíritu, nuestra vida, en medio de las limitaciones propias de la condición terrena, será un anticipo de la gloria del cielo, de esa comunidad con Dios y con los santos, en la que sólo reinará el amor, la entrega, la fidelidad, la amistad, la alegría. En vuestra ocupación profesional, ordinaria y corriente, encontraréis la materia —real, consistente, valiosa— para realizar toda la vida cristiana, para actualizar la gracia que nos viene de Cristo.

Para servir, servir

Para comportarse así, para santificar la profesión, hace falta ante todo trabajar bien, con seriedad humana y sobrenatural.

Por eso, como lema para vuestro trabajo, os puedo indicar éste: para servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección.

Era José, un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea.

“Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo” (Camino, n. 359).

Santificar el trabajo significa poner todo lo que está de nuestra parte para que el trabajo esté bien hecho.

Tres facetas de una misma realidad

San Josemaría Escrivá recibió un llamado especial de Dios para recordar la santificación del trabajo en medio del mundo. Concretamente, hablaba de tres dimensiones o efectos del trabajo santificado: el trabajo mismo, la persona que lo realiza y los demás. Se trata de tres facetas de una misma realidad. ¿Qué quiere decir cada una?

Santificar el trabajo significa poner todo lo que está de nuestra parte para que el trabajo esté bien hecho. Esto requiere un esfuerzo continuo por dar lo mejor de uno mismo, por buscar maneras de innovar y de mejorar la calidad de procesos, etc. “No se puede santificar un trabajo que humanamente sea una chapuza, porque no debemos ofrecer a Dios tareas mal hechas”.

Santificarnos en el trabajo significa que en la medida en que trabajamos vamos forjando virtudes—las mismas virtudes de Jesús—nos hacemos más semejantes a Dios, nos identificamos con Él, y gastamos nuestra vida por los demás, como lo hizo Jesús al venir a la tierra a salvarnos.

Santificar a los demás por medio de nuestro trabajo tiene que ver con la dimensión social y apostólica del mismo. El trabajo siempre tiene una repercusión en los demás, ya que implica brindar un servicio a otro y eso, necesariamente, incide en la mejora de la sociedad. Todos hemos experimentado cómo el ejemplo de una persona trabajadora es fuente de inspiración. Todo el que haya sido destinatario de un servicio prestado de manera excelente, concuerda que esa experiencia fue transformadora.

Recibir un buen servicio, ser atendidos con amabilidad, nos hace sentirnos personas queridas y respetadas y nos lleva a querer hacer lo mismo con los demás. Se vuelve un círculo virtuoso donde uno quiere dar lo que ha recibido.

Facebook
Twitter
WhatsApp
Telegram
Email

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Carrito de compra

¡No dejes al padre hablando sólo!

Homilía diaria.
Podcast.
Artículos de formación.
Cursos y aulas en vivo.

En tu Whatsapp, todos los días.

×