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¿De qué le vale al hombre conquistar el mundo entero, si pierde su alma?

¿De qué le vale al hombre conquistar el mundo entero, si pierde su alma? ¡Oh máxima poderosa, que tantas almas ha llevado al cielo y tantos santos ha dado a la Iglesia! ¿De qué sirve ganar todo este mundo, que muere, si se pierde el alma, que es eterna?
la vida en este mundo se acabará

¿De qué le vale al hombre conquistar el mundo entero, si pierde su alma? ¡Oh máxima poderosa, que tantas almas ha llevado al cielo y tantos santos ha dado a la Iglesia! ¿De qué sirve ganar todo este mundo, que muere, si se pierde el alma, que es eterna?

San Alfonso María de Ligorio,
Extractos del Libro Preparación para la Muerte

¡El mundo! ¿Qué es el mundo, sino una ficción, una jornada de comedia, que luego pasa? Llega la muerte, cae el telón, se acaba la comedia y se acabó todo.

San Alfonso María de Ligorio, al referirse sobre la vanidad del mundo nos recuerda que: «Todos los bienes de la tierra, las riquezas, los honores, los placeres deleitan los sentidos del cuerpo, pero no pueden saciar al alma que fue criada por Dios y para Dios, y este solo puede contentarla» y nos demuestra la triste y engañada vida que tienen los amadores de este mundo; y el gran peligro en que se encuentran de pasar otra todavía más infeliz en la eternidad.

*** 

En un viaje por mar, cierto antiguo filósofo, llamado Aristipo, naufragó con la nave en que iba, y él perdió cuantos bienes llevaba. Mas pudo llegar salvo a tierra, y los habitantes del país a que arribó, entre los cuales gozaba Aristipo grado fama por su ciencia, le proveyeron de tantos bienes coma había perdido. Por lo cual escribió luego a sus amigos y compatriotas encomendándoles, con su ejemplo, que sólo atendiesen a proveerse de aquellos bienes que ni aun con los naufragios se pueden perder.

Esto mismo nos avisan desde la otra vida nuestros deudos y amigos que llegaron a la eternidad. Nos advierten que en este mundo procuremos, ante todo, adquirir los bienes que ni aun con La muerte se pierden. Día de perdición se llama el día de la muerte, porque en él hemos de perder los honores, riquezas y placeres, todos los bienes terrenales. Por esta razón dice San Ambrosio que no podemos llamar nuestros a tales bienes, puesto que no podemos llevarlos con nosotros a la otra vida, y que sólo las virtudes nos acompañan a la eternidad.

¿De qué sirve, pues—dice Jesucristo (Mt. 16, 26)—, ganar todo el mundo, si en la hora de la muerte, perdiendo el alma, se pierde todo?… ¡ Oh! ¡ A cuántos jóvenes hizo esta gran máxima encerrarse en el claustro! ¡A cuántos anacoretas condujo al desierto! ¡A cuántos mártires movió para dar la vida por Cristo!

Con estas máximas, San Ignacio de Loyola ganó para Dios innumerables almas, singularmente la hermosísima de San Francisco Javier, que se hallaba en París, ocupado allí en mundanos pensamientos. «Piensa, Francisco— dijo un día el Santo—, piensa que el mundo es traidor, que promete y no cumple, mas aunque cumpliere lo que promete, jamás podrá satisfacer tu corazón. Y aun suponiendo que le satisficiere, ¿cuánto durará esa ventura? ¿Podrá durar más que tu vida? Y al fin de ella, ¿llevarás tu dicha a la eternidad? ¿Hay algún poderoso que haya llevado a la otra vida ni una moneda ni un criado para su servicio? ¿Hay algún rey que tenga allí un pedazo de púrpura para engalanarse?…»

Con estas consideraciones, San Francisco Javier se apartó del mundo, siguió a San Ignacio de Loyola y fue un gran santo.

Vanidad de vanidades (Ecl., 1, 2), así llamó Salomón a todos los bienes del mundo cuando por experiencia, como él mismo confesó (Ecl., 2, 10), hubo conocido todos los placeres que hay en la tierra. Sor Margarita de Santa Ana, carmelita descalza, hija- del emperador Rodolfo II, decía: «¿De qué sirven los tronos en la hora de la muerte?»

¡Cosa admirable! Temen los Santos al pensar en su salvación eterna. Temía el Padre Séñeri, que, lleno de sobresalto, preguntaba a su confesor: «¿Qué decís, Padre; me salvaré?».
Temblaba San Andrés Avelino cuando, gimiendo, exclamaba:  «¡Quién sabe si me salvaré!».
Idéntico pensamiento afligía a San Luis Bertrán, y le movía muchas noches a levantarse del lecho, diciendo: «¡Quién sabe si me condenaré!…»
¡Y con todo, los pecadores viven condenados, y duermen, y ríen, y se regocijan!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús, Redentor mío! De todo corazón os agradezco que me hayáis dado a conocer mi locura y el mal que cometí apartándome de Vos, que por mí disteis la Sangre y la vida. No merecíais, en verdad, que os tratase como os he tratado.
Si ahora llegase mi muerte, ¿qué hallaría en mí sino pecados y remordimientos de conciencia que me harían morir abrumado de angustia?
Confieso, Salvador mío, que obré mal, que me engañé a mí mismo, trocando el Sumo Bien por los míseros placeres del mundo. Arrepiéntome con todo mi corazón, y os ruego que, por los dolores que en la cruz sufristeis, me deis a mí tan gran dolor de mis pecados, que por él llore en todo el resto de mi vida las culpas que cometí. Perdonadme, Jesús mío, que yo prometo no ofenderos más y amaros siempre.
Harto sé que no soy digno de vuestro amor, porque le desprecié mil veces; pero sé también que amáis a quien os ama (Pr., 8, 17). Yo os amo, Señor; amadme Vos a mí. No quiero perder de nuevo vuestra amistad y gracia, y renuncio a todos los placeres y grandezas del mundo con tal que me améis…
Oídme, Dios mío, por amor de Jesucristo, que Él os ruega no me arrojéis de vuestro corazón. A Vos del todo me ofrezco y os consagro mi vida, mis bienes, mis sentidos, mi alma, mi cuerpo, mi voluntad y mi libertad. Aceptadlo, Señor; no lo rechacéis (Sal. 50, 13), como merezco, por haber rechazado yo tantas veces vuestro amor…
Virgen Santísima, Madre mía, rogad por mí a Jesús. En vuestra intercesión confío.

«Los bienes del mundo son harto miserables, no satisfacen al alma y acaban pronto. Mis días huyeron más veloces que un correo; pasaron como naves…» (Jb., 9, 25).

Pasan y huyen veloces los breves días de esta vida; y de los placeres de la tierra ¿qué resta después? Pasaron como naves. No deja la nave en pos de si ni aun rastro de su paso (Sb., 5, 10).

Preguntemos a tantos ricos, letrados, príncipes, emperadores que están en la eternidad qué hallan allí de sus pasadas grandezas, pompas y delicias terrenales. Todos responden: Nada, nada. «Vosotros, hombres—dice San Agustín—, consideráis solamente los bienes que posee aquel grande; considerad también qué cosa lleva consigo al sepulcro: un cadáver pestilente y una mortaja, que con él se pudrirá».

De los poderosos que mueren apenas si se oye hablar un poco de tiempo; después, hasta su memoria se pierde (Sal. 9, 7). Y si van al infierno, ¿qué harán y dirán allí?… Gemirán, diciendo: «¿De qué nos han servido nuestro lujo y riquezas, si ahora todo ello pasó ya como sombra (Sb., 5, 8-9), y nada nos queda, sino penas, llanto y desesperación sin fin?»

«Los hijos de este siglo más sabios son en sus negocios que los hijos de la luz» (Lc., 16, 8). Pasma el considerar cuan prudentes son los mundanos en las cosas de la tierra. ¡A qué trabajos no dan cima para alcanzar honras y bienes ! ¡ Con qué solicitud se ocupan en conservar la salud del cuerpo!… Escogen y emplean los medios más útiles, los más afamados médicos, los mejores remedios, el clima mejor…, y, sin embargo, ¡cuan descuidados son para el alma!… Y con todo, cierto es que la salud, honras y hacienda han de acabarse un día, mientras que el alma, lo eterno, no tiene fin.

«Observemos—dice San Agustín—cuánto padece el hombre por las cosas que ama desordenadamente». ¿Qué no padecen los vengativos, ladrones y deshonestos para llevar a cabo sus malvados designios? Y para el bien del alma nada quieren sufrir.

¡Oh Dios! A la luz de la candela que en la hora de la muerte se enciende, en aquel tiempo de grandes verdades, conocen y confiesan su gran locura los mundanos. Entonces desearían haber dejado a tiempo todas las cosas y haber sido santos.

El Pontífice León XI decía, moribundo: «Más que ser Papa, me hubiera valido ser portero de mi convento». Honorio III, Pontífice también, exclamó al morir: «Mejor hubiera hecho quedándome en la cocina de mi comunidad para lavar vajilla».

Felipe II, rey de España, llamó a su hijo en la hora de la muerte, y, apartando la ropa que le cubría, mostróle el pecho, cubierto de gusanos, y le dijo: «Mirad, príncipe, cómo se muere y cómo acaban las grandezas del mundo».  Y luego exclamó: «¡ Agrada a Dios que hubiera yo sido lego de cualquier religión y no monarca!». Hizo después que le pusieran al cuello una cruz de madera; ordenó las cosas de su muerte, y dijo a su heredero : «He querido, hijo mío, que fueseis testigo de este acto para que vieseis cómo, al fin de la vida, trata el mundo aun a los reyes. Su muerte es igual a la de los más pobres de la tierra. El que mejor hubiere vivido es quien logrará con Dios más alto favor».

Y este mismo hijo, que fue después Felipe III, al morir, aún joven, de cuarenta y tres años de edad, dijo: «Cuidad, súbditos míos, de que en el sermón de mis funerales sólo se predique este espectáculo que veis. Decid que en la muerte no sirve el ser rey sino para tener mayor tormento por haberlo sido… ¡Ojalá que en vez de ser rey hubiera vivido en un desierto, sirviendo a Dios!… Iría ahora con más esperanza a presentarme ante su tribunal, y no correría tanto riesgo de condenarme!…»

Mas ¿de qué valen tales deseos en el trance de la muerte, sino para mayor desesperación y pena de quien no haya en vida amado a Dios?

Por esto dice Santa Teresa: «No se ha dé tener en cuenta de lo que se acaba con la vida. La verdadera vida es vivir de manera que no se tema la muerte…»

De suerte que si queremos comprender lo que son los bienes terrenales, mirémoslos como si estuviéramos en el lecho mortuorio, y digamos luego: «Aquéllas rentas, honores y placeres se acabarán un día. Menester es, pues, que procuremos santificarnos y enriquecernos sólo con los únicos bienes qué han de acompañarnos siempre y han de hacernos dichosos por toda la eternidad»-

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Redentor mío!… Habéis sufrido por amarme tantos trabajos e ignominias, y yo he amado tanto los placeres y vanidades del mundo, que por ellos mil veces he pisoteado vuestra gracia. Mas ya que cuando os desprecié no dejabais Vos de buscarme, no puedo temer, Jesús mío, que me abandonéis ahora que os busco y os amo con todo mi corazón, me duelo más de haberos ofendido que si hubiese padecido cualquier otro mal.
¡Oh Dios de mi alma! No quiero ofenderos nuevamente ni en lo más mínimo. Haced que conozca lo que os desagrada, y no lo haré por nada del mundo. Haced que sepa lo que he de hacer para serviros, y lo pondré por obra. Amaros quiero de veros; y por Vos, Señor, abrazaré gustoso cuantos dolores y cruces me enviéis. Dadme la resignación que necesito. Quemad, cortad… Castigadme en esta vida, a fin de que en la otra pueda amaros eternamente.
María, Madre mía, a Vos me encomiendo; no dejéis de rogar a Jesús por mi.

La vida presente es un viaje a la eternidad

El tiempo es breve…; los que usan de este mundo, sea como sí no usasen de él, porque pasa la figura de este mundo… (1 Cor., 7, 31). ¿Qué otra cosa es nuestra vida temporal sino una escena que pasa y se acaba en seguida? Pasa la figura de este mundo, es decir, la apariencia, la escena de comedia. «El mundo es como una escena—dice Cornelio a Lapide—; pasa una generación, y otra le sucede. Quien representó el papel de rey no llevará consigo la púrpura. Dime, ¡oh ciudad, oh casa!, ¿cuántos señores tuviste?»
No bien acaba la comedia, el que hizo el papel de rey no es ya rey, ni el señor es ya señor. Ahora poseéis esa granja o palacio; pero llegará la muerte, y otros serán dueños de todo.

La hora funesta de la muerte trae consigo el olvido y fin de todas las grandezas, honras y vanidades del mundo (Ecl., 11, 29). Casimiro, rey de Polonia, murió de repente, estando sentado a la mesa con los grandes del reino, y cuando acercaba los labios a una copa para beber. Rápidamente se le acabó la escena del mundo…

El emperador Celso fue asesinado a los ocho días de haber sido elevado al trono, y asi acabó para Celso la escena de la vida. Ladislao, rey de Bohemia, joven de dieciocho años, estaba esperando a su esposa, hija del rey de Francia, y preparando grandes festejos, cuando una mañana combatióle un vehementísimo dolor, y murió de ello. Por lo cual enviaron correos en seguida, con el fin de advertir a la esposa que retomase a Francia, pues la comedia del mundo había acabado para Ladislao…

Este pensamiento de la vanidad del mundo hizo santo a Francisco de Borja, el cual (como en otro lugar dijimos), al ver el cadáver de la emperatriz Isabel, muerta en medio de las grandezas y en la flor de la juventud, resolvió entregarse del todo a Dios, diciendo: «¿Así, pues, acabaron las grandezas y coronas del mundo?… No más servir a señor que se me pueda morir».

Procuremos, pues, vivir de tal modo que en nuestra muerte no se nos pueda decir lo que se dijo al necio mencionado en el Evangelio (Lc., 12, 20): «Necio, esta misma noche han de exigir de ti la entrega de tu alma; lo que has allegado, ¿para quién será?»  Y luego añade San Lucas (12, 21): «Esto es lo que sucede al que atesora para sí y no es rico a los ojos de Dios».

Más adelante dice (Mt., 6, 20): «Haceos un tesoro en el Cielo que jamás se agote, a donde no llegan los ladrones ni roe la polilla; o sea: procurad enriqueceros no con los bienes del mundo, sino de Dios, con virtudes y méritos que eternamente durarán con vosotros en el Cielo».

Atendamos, pues, a alcanzar el gran tesoro del divino amor. «¿Qué tiene el rico si no tiene caridad? Y si el pobre tiene caridad, ¿qué no tiene?», dice San Agustín. El que tiene todas las riquezas y no posee a Dios, es el más pobre del mundo. Mas el pobre que posee a Dios, todo lo posee… ¿Y quién posee a Dios? El que le ama. Quien permanece en caridad, en Dios permanece, y Dios en él (1 Jn., 4, 16).

AFECTOS Y SÚPLICAS

No quiero, Dios mío, que el demonio vuelva a tener dominio en mi alma, sino que Vos seáis mi único dueño: y Señor. Dejarlo quiero todo para alcanzar vuestra gracia, más estimada por mí que mil coronas y mil reinos. ¿Y á quién he de amar sino a Vos, infinitamente amable, bien infinito, belleza, bondad, amor infinito?
Por las criaturas os dejé en la vida pasada, y esto es y será siempre para mí dolor profundo, que me atravesará el corazón, por haberos ofendido a Vos, que tanto me habéis amado. Pero ya que me habéis atraído con vuestra gracia, espero que no he de verme nuevamente privado de vuestro amor. Recibid, ¡ oh amor mío!, toda mi voluntad y todas mis cosas, y haced de mí lo que os agrade. Os pido perdón por mis culpas y desórdenes pasados. Jamás me quejaré de lo que dispongáis, porque sé que todo ello es santo y ordenado para mi bien.
Disponed, pues, Dios mío, lo que os plazca, y yo prometo recibirlo con alegría y daros por todo rendidas gracias. Haced que os ame, y nada más pediré… No bienes, ni honores, ni mundo; a mi Dios, sólo a mi Dios quiero.
Y Vos, bienaventurada Virgen María, modelo y dechado de amor a Dios, alcanzadme que, siquiera en el resto de mi vida, os acompañe en ese amor. En Vos, Señora confío.

Importancia de la salvación

El negocio de la eterna salvación es, sin duda, para nosotros el más importante, y, con todo, es el que más a menudo olvidan los cristianos. No hay diligencia que no se practique ni tiempo que no se aproveche para obtener algún cargo, o ganar un pleito, o concertar un matrimonio… ¡Cuántos consejos, cuántas precauciones se toman! ¡ No se come, no se duerme!…

Y para alcanzar la salvación eterna, ¿qué se hace y cómo se vive?… Nada suele hacerse; antes bien, todo lo que se hace es para perderla, y la mayoría de los cristianos viven como si la muerte, el juicio, el infierno, la gloria y la eternidad no fuesen verdades de fe, sino fabulosas invenciones poéticas.

¡Cuánta aflicción si se pierde un pleito o se estropea la cosecha, y cuánto cuidado para reparar el daño!… Si se extravía un caballo o un perro doméstico, ¡ qué de afanes para encontrarlos! Pero muchos pierden la gracia de Dios, y, sin embargo, ¡ duermen, se ríen y huelgan!… ¡Rara cosa, por cierto!
No hay quien no se avergüence de que le llamen negligente en los asuntos del mundo, y a nadie, por lo común, causa rubor el olvidar el: gran negocio de la salvación, que más que todo importa. Llaman ellos mismos sabios a los Santos porque atendieron exclusivamente a salvarse, y ellos atienden a todas las cosas de la tierra, y nada a sus almas. «Mas vosotros dice San Pablo, vosotros, hermanos míos, pensad sólo en el magno asunto de vuestra salvación, que es el de más alta importancia».
Persuadámonos, pues, de que la salud y felicidad eterna es para nosotros el negocio más importante, el negocio único, el negocio irreparable si nos engañamos en él.
Es, sin disputa, el negocio más importante. Porque es el de mayor consecuencia, puesto que se trata del alma, y perdiéndose el alma, todo se pierde. «Debemos estimar el alma—dice San Juan Crisóstomo como el más precioso de todos los bienes». Y para conocerlo, bástenos saber que Dios entregó a su propio Hijo a la muerte para salvar nuestras almas (Jn., 3, 16). El Verbo Eterno no vaciló en comprarlas con su propia Sangre (1 Co., 6, 20).

De tal suerte, dice un Santo Padre, que no parece sino que el hombre vale tanto cuanto vale Dios. Por eso dijo Nuestro Señor Jesucristo (Mt., 16, 26): ¿Qué cambio dará el hombre por su alma? Si el alma, pues, vale tan alto precio, ¿por cual bien del mundo podrá cambiarla el hombre perdiéndola?

Razón tenia San Felipe Neri al llamar loco al hombre que no atiende a salvar su alma. Si hubiese en la tierra hombres mortales y hombres inmortales, y aquéllos viesen que los segundos se aplicaban afanosamente a las cosas del mundo, buscando honores, riquezas y placeres terrenales, sin duda les dirían: «¡Cuan locos sois! Pudierais adquirir bienes eternos, y no pensáis más que en esas cosas míseras y deleznables, y por ellas os condenaréis a dolor perdurable en la otra vida!… ¡Dejadlas, pues, que en ésos bienes sólo deben pensar los desventurados que, como nosotros, saben que todo se les acaba con la muerte!…» ¡ Pero no es así, que todos somos inmortales!…
¿Cómo habrá, por tanto, quien por los miserables placeres de la tierra pierda su alma?… ¿Cómo puede ser dice Salviano que los cristianos crean en el juicio, en el infierno y en la eternidad y vivan sin temor?

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Dios mío! ¿En qué be invertido tantos años de vida que me concedisteis con el fin de que me procurase la salvación eterna?… Vos, Redentor mío, comprasteis mi alma con vuestra Sangre y me la disteis para que la salvase; mas yo sólo he atendido a perderla, ofendiéndoos a Vos, que tanto me habéis amado.
De todo corazón os agradezco que todavía me deis tiempo de remediar el mal que hice. Perdí el alma y vuestra santa gracia; me arrepiento, Señor, y aborrezco de veras mis pecados. Perdonadme, pues, que yo resuelvo firmemente preferir en lo sucesivo perderlo todo, hasta la misma vida, antes que perder vuestra amistad. Os amo sobre todas las cosas y propongo amaros siempre, ¡oh Bien Sumo, digno de infinito amor!
Ayudadme, Jesús mío, para que ésta mi resolución no sea como mis propósitos pasados, que fueron otras tantas traiciones. Hacedme morir antes que vuelva a ofenderos y a dejar de amaros…
i Oh María, mi esperanza, salvadme Vos, obteniendo para mí el don de la perseverancia!

La eterna salvación, no sólo es el más importante, sino el único negocio que tenemos en esta vida (Lc., 10, 42). San Bernardo lamenta la ceguedad de los cristianos que, calificando de juegos pueriles a ciertos pasatiempos de la niñez, llaman negocios a asuntos mundanos. Mayores locuras son las necias puerilidades de los hombres, «¿Qué aprovecha al hombre dice el Señor (Mt., 16, 26) si ganare todo el mundo y perdiere su alma?»
Si tu te salvas, hermano mío, nada importa que en el mundo hayas sido pobre, afligido y despreciado. Salvándote se acabarán los males y serás dichoso por toda la eternidad. Mas si te engañas y te condenas, ¿de qué te servirá en el infierno haber disfrutado de cuantos placeres hay en la tierra, y haber sido rico y respetado? Perdida el alma, todo se pierde: honores, divertimientos y riquezas.

¿Qué responderás a Jesucristo en el día del juicio? Si un rey enviase a una gran ciudad un embajador para tratar de algún gran negocio, y ese enviado, en vez de dedicarse allí al asunto de que ha sido encargado, sólo pensara en banquetes, comedias y espectáculos, y por ello la negociación fracasara, ¿qué cuenta podría dar luego al rey? Pues, ¡oh Dios mío?, ¿qué cuenta habrá de dar al Señor en el día del juicio quien puesto en este mundo, no para divertirse, ni enriquecerse, ni alcanzar honras, sino para salvar el alma, a todo, menos a su alma, hubiere atendido?

Sólo en lo presente piensan los mundanos, no en lo futuro. Hablando en Roma una vez San Felipe Neri con un joven de talento, llamado Francisco Nazzera, le dijo así: «Tú, hijo mío, tendrás brillante fortuna: serás buen abogado; prelado después; luego, quizá Cardenal, y tal vez Pontífice; pero ¿y después?, ¿y después?» «Vamos dijóle al fin, piensa en estas últimas palabras.» Fuese Francisco a casa, y meditando en aquellas palabras: ¿y después?, ¿y después?, abandonó los negocios terrenos, apartóse del mundo y entró en la misma Congregación de San Felipe Neri, para no ocuparse más que en servir a Dios.

Tal es el único negocio, porque sólo un alma tenemos. Requirió cierto príncipe a Benedicto XII para que le concediese una gracia que no podía, sin pecado, ser otorgada. Y el Papa respondió al embajador: «Decid a vuestro príncipe que si yo tuviese dos almas, podría perder una por él y reservarme la otra para mí; pero como no tengo más que una, no quiero perderlas
San Francisco Javier decía que no hay en el mundo más que un solo bien y un solo mal. El único bien, salvarse; condenarse, el único mal.

La misma verdad exponía a sus monjas Santa Teresa, diciéndolas: «Hermanas mías, hay un alma y una eternidad»; esto es: hay un alma, y perdida ésta, todo se pierde; hay una eternidad, y el alma, una vez perdida, para siempre lo está.» Por eso rogaba David a Dios, y decía (Sal. 26, 4): Una sola cosa, Señor, os pido: salvad mi alma y nada más quiero.)

«El demonio dice San Agustín trabaja sin reposo para perdemos, ¿y tú, tratándose de tu bien o de tu mal perdurable, tanto te descuidas?»

Con temor y con temblor obrad vuestra salud (Fil., 2, 12). Quien no tiembla ni teme perderse, no se salvará. De suerte que, para salvarse, menester es trabajar y hacerse violencia (Mt., 11, 12). Para alcanzar la salvación, preciso es que, en la hora de la muerte, aparezca nuestra vida semejante a la de Nuestro Señor Jesucristo (Ro., 8, 29). Y para ello debemos esforzarnos en huir de las ocasiones de pecar, y además valemos de los medios necesarios para obtener la salvación.
«No se dará el reino a los vagabundos dice San Bernardo, sino a los que hubieren dignamente trabajado en el servicio de Dios.» Todos querrían salvarse sin trabajo alguno.
«El demonio dice San Agustín trabaja sin reposo para perdemos, ¿y tú, tratándose de tu bien o de tu mal perdurable, tanto te descuidas?»

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡ Oh Dios mío! ¡ Cuánto os agradezco el que hayáis permitido que me halle ahora a vuestros pies y no en el infierno, que tantas veces he merecido!
Mas ¿de qué me serviría la vida que me habéis conservado si yo continuase viviendo privado de vuestra gracia?… ¡Ah, nunca más sea así! Me he apartado de Vos, y os he perdido, ¡oh mi Sumo Bien!… Pero me arrepiento de todo corazón… ¡Ojalá hubiese muerto antes mil veces!
Os perdí, mas vuestro Profeta me asegura que sois todo bondad y que os dejáis hallar por las almas que os buscan. Si en lo pasado huí de Vos, ¡oh Rey de mi alma!, ahora os busco… A Vos sólo busco, Señor. Os amo con todo mi afecto. Acogedme, y no os desdeñéis de que os ame este corazón que en otro tiempo os despreció. Enseñadme lo que debo hacer para complaceros (Sal. 142, 10), que yo desea ponerlo por obra.
¡Ah Jesús mío!, salvad esta alma que redimisteis con vuestra vida y vuestra Sangre. Dadme la gracia de amaros siempre en esta vida y en la otra. Así lo espero por vuestros merecimientos infinitos. Y también, María Santísima, por vuestra poderosa intercesión.

Negocio importante, negocio único, negocio irreparable, «No hay error que pueda compararse dice San Eusebio al error de descuidar la eterna salvación». Todos los demás errores pueden tener remedio. Si se pierde la hacienda, posible es recobrarla por nuevos trabajos. Si se pierde un cargo, puede ser recuperado otra vez. Aun perdiendo la vida, si uno se salva, todo se remedió.
Mas para quien se condena no hay posibilidad de remedio. Una vez sólo se muere; una vez perdida el alma, perdióse para siempre. No queda más que el eterno llanto con los demás míseros insensatos del infierno, cuya pena y tormento mayor será el considerar que para ellos no hay tiempo ya de remediar su desdicha (Jer, 8, 20).

Preguntad a aquellos prudentes siervos del mundo, sumergidos ahora en el fuego infernal, preguntadles lo que sienten y piensan, si se regocijan de haber labrado su fortuna en la tierra, aun cuando se hallen condenados en la eterna prisión. Oíd cómo gimen, diciendo: Erramos, pues… (Sb)., 5, 6). Mas, ¿de qué les sirve conocer su error cuando ya la condenación para siempre es irremediable?

¿Qué pesar no sentiría en este mundo el que, habiendo podido prevenir y evitar con poco trabajo la ruina de su casa, la viera un día derribada y considerase su propio descuido cuando no tuviera ya remedio posible?

Tal es la mayor aflicción de los condenados: pensar que han perdido su alma y se han condenado por culpa suya (Os., 13, 9). Dice Santa Teresa que si alguno pierde por su culpa un vestido, un anillo, una fruslería, pierde la paz y, a veces, ni come ni duerme. ¡Cuál será, pues, oh Dios mío, la angustia del condenado cuando, al entrar en el infierno y verse ya sepultado en aquella cárcel de tormentos, piense en su desdicha y considere que no ha de hallar en toda la eternidad remedio alguno! Sin duda, exclamará: «Perdí el alma y la gloria; perdí a Dios, lo perdí todo para siempre, ¿y por qué?, ¡por culpa mía!».

Y si alguno dijere: «Mas, aunque cometa este pecado, ¿por qué me he de condenar?… ¿Acaso no podré todavía salvarme?», le responderé: «Podrás condenarte, quizá.» Y aún añadiré que es más probable tu condenación, porque la Escritura amenaza con ese tremendo castigo a los pecadores obstinados, como tú lo eres en este instante. «¡Ay de los hijos que desertan!» (Is., 30, 1) dice el Señor. «¡ Ay de ellos, que se apartaron de Mí! (Os., 7,13).

A lo menos, Con ese pecado que cometes, ¿no pones en gran peligro y duda tu salvación eterna? ¿Y es tal este negocio que así puede arriesgarse? «No se trata de una casa, de una ciudad, de un cargo; se trata dice San Juan Crisóstomo de padecer una eternidad de tormentos y de perder la gloria perdurable». Y este negocio, que para ti lo es todo, ¿quieres arriesgarlo en un puede ser? «¿Quien sabe replicas, quién sabe si me condenaré? Ya espero que Dios, más tarde, me perdonará.» Pero ¿ y entre tanto?… Entre tanto, por ti mismo te condenas al infierno. ¿Te arrojarías a un pozo diciendo: Tal vez me libraré de la muerte? Seguramente que no. Pues ¿cómo fundas tu eterna salvación en tan débil esperanza, en un quién sabe?
¡Oh! ¡ Cuántos por esa maldita, falsa; esperanza se han condenado!… ¿No sabes que la esperanza de los obstinados en pecar no es tal esperanza, sino presunción y engaño, que no promueven la misericordia de Dios, antes bien provocan su enojo?

Si dices que ahora no confías en resistir a las tentaciones y a la pasión dominante, ¿cómo resistirás luego, cuando en vez de aumentarse te falte la fuerza por el hábito de pecar? Pues, por una parte, el alma estará más ciega y más endurecida en su maldad, y por otra, carecerá del auxilio divino… ¿Acaso esperas que Dios haya de acrecentarte sus luces y gracias después que tú hayas aumentado sin límite tus faltas y pecados?

AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Jesús mío! Atendiendo a la muerte que por mí padeciste, aumentad mi esperanza. Temo que, en el fin de mi vida, el demonio quiera inspirarme desesperación espantosa en vista de las innumerables traiciones que para con Vos he cometido. ¡ Cuántas promesas he hecho de no ofenderos más, movido por las luces que me habéis dado, y luego he vuelto a apartarme de Vos esperando que me perdonaríais! De suerte que no me habéis castigado, ¡ y por eso mismo os he ofendido tanto! ¡ Porque habéis tenido piedad de mí, os hice todavía mayores ultrajes!
Dadme, Redentor mío, antes que salga de esta vida, profundo y verdadero dolor de mis pecados. Duéleme, ¡ oh Suma Bondad!, de haberos ofendido, y prometo firmemente antes morir mil veces que apartarme de Vos…
Mas, entre tanto, permitid que oiga aquellas palabras que dijisteis a la Magdalena: Tus pecados están perdonados (Lc., 7, 48), e inspiradme gran dolor de mis culpas antes que llegué el trance de la muerte. De no ser así, temo que ese trance habrá de traerme inquietud y desdicha. En aquel solemne instante, no me cause espanto tu presencia, ¡oh Jesús mío crucificado! (Jer., 17, 17).
Si muriese ahora, antes de llorar mis culpas, antes de amaros, vuestras llagas y vuestra Sangre más bien me darían temor que esperanza. No os pido, pues, consuelo y bienes de la tierra en lo que me reste de vida. Os pido sólo amor y dolor. Oídme, amadísimo Salvador mío, por aquel amor que os hizo sacrificar por mí la vida en el Calvario…
¡ María, Madre mía, alcanzadme estas gracias, unidas a la de perseverar hasta la muerte!


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