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«No Tendrás otros dioses delante de mí»

No hemos de adorar a los ídolos, sino al Dios verdadero. Cumplamos de verdad el primer Mandamiento de su santa Ley: Yo soy el Señor Dios tuyo.

¿Cómo puede afirmarse seriamente que en nuestro siglo, en el seno de la cultura moderna, a la sombra de las Universidades, haya todavía idólatras?

En este capítulo vamos a tratar de los idólatras.

—¿Cómo? Debe de ser una equivocación…. ¿De quiénes?

—De los idólatras.

—¿De qué idólatras? ¿De los indios sioux, que bailan delante de su totem? ¿De las tribus nómadas africanas, que tiemblan delante de su fetiche?

—No, no. De los idólatras que viven entre nosotros.

—¿De los idólatras que viven entre nosotros? ¡Ya! Pero… ¿Cómo puede afirmarse seriamente que en nuestro siglo, en el seno de la cultura moderna, a la sombra de las Universidades, haya todavía idólatras?

Espera un poco. Contestemos antes a esta pregunta: ¿Qué entendemos por idolatría? Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. Son idólatras, por tanto, los que caen en semejante desatino. Los antiguos paganos adoraban piedras y trozos de madera, el sol, las estrellas, las vacas, los toros negros y a los gatos… Nos hace estremecer sólo el pensarlo. El pueblo hebreo del Antiguo Testamento, al abandonar el culto del Dios verdadero, se postraba delante de Baal, Dagon, Moloc… ¡Qué triste aberración! Es cierto, el hombre civilizado no hace esto, pero para que haya idolatría no se necesita un trozo de tosca piedra o una estatua de madera, delante de las cuales nos inclinemos; basta que queramos una cosa y la estimemos por encima de Dios, poniendo más confianza en ella que en el mismo Señor.

Corresponde a Dios el primer puesto en nuestros corazones. Bien cierto es que en nuestras ciudades no hay estatuas de ídolos, como las había por las calles de Atenas y de Roma; que en nuestros aposentos no guardamos ídolos, como los treinta mil ídolos que se guardaban en el Panteón; pero si miramos nuestro corazón y nuestros pensamientos, vemos con espanto cómo en muchos hombres, pobres y ricos, sabios y analfabetos, están entronizados horribles ídolos.

“Yo soy el Señor Dios tuyo. No tendrás otros dioses delante de mí”. Así se expresa el primer Mandamiento. Pasemos revista a las diversas idolatrías que se dan actualmente.

1- Empecemos por los hombres que tienen el alma apegada a la tierra, debido al exceso de trabajo por ganar dinero. A cada paso nos encontramos con hombres de quienes pensaríamos en principio que son ateos. ¿Son ateos de veras? De ninguna manera. Entonces, ¿qué son? Pájaros con las alas rotas, águilas atadas al suelo, que no tiene tiempo para Dios. La mayoría de los que llamamos incrédulos, no son ateos de veras; tan sólo les faltan diez minutos al día para consagrárselos a su Dios y Señor.

Porque si dedicaran esos minutos a Él, su fe renacería de nuevo y se postrarían de rodillas ante su Creador.

—¿De veras? ¿Bastan diez minutos?

—Me preguntas sorprendido.

—Bastan. Tan solo necesitan recogerse un poco, ponerse en presencia de Dios, meditar alguna verdad de la fe, para que los llamados incrédulos se convirtieran en creyentes católicos. Hagamos sino la prueba. Te pido que me prestes atención sólo diez minutos.

—Veamos: ¿tú, hermano, no crees en nada?

—No; en nada.

—Pues mira: si vas al Sáhara, y allí encuentras una llave, o te vas al Polo Norte, y allí te encuentras un lapicero enmohecido, ¿qué dices?

—Pues digo, sencillamente, que por allí debió de pasar un hombre civilizado.

—Muy bien. Y también sabes, ¿verdad?, lo que dijo Colón cuando, desalentado por el largo viaje, vio flotando sobre la superficie del mar un trozo de leña carbonizada.

—¡Tierra! ¡Tierra! —es lo que gritó.

—Pues bien, estimado amigo, cuando observo la puntualidad matemática con que se desplazan los cuerpos siderales, cuando examino la disposición perfecta del ala de una mariposa, o me quedo absorto ante el primoroso nido del pájaro sastre, o estudio los órganos y sistemas (auditivo, visual, sanguíneo…) del cuerpo humano, ¿no puedo exclamar también yo: «¡Cielo! ¡Cielo! ¡Dios! ¡Dios!»?

—Pero la naturaleza tiene defectos.

—Sí, los tiene; así como el Sol tiene manchas. Pero justamente estos defectos piden una explicación, la cual nos lleva hasta Dios. Mira los sufrimientos, mira las luchas, mira la miseria, mira las injusticias humanas… Míralos y dime: Si no hay Dios, si detrás de esta vida no hay nada, ¿no es un absurdo todo este mundo? Mi inteligencia y mi corazón no se quedan tranquilos si no lo explica todo las palabras que nos dirigió el Creador en el monte Sinaí: Yo soy el Señor Dios tuyo.

—Bien, lo admito; confieso la existencia de Dios, pero no la existencia del alma…

—¿Nunca has sentido la lucha que se levanta dentro de ti cuando vacilas entre escoger el bien o el mal, cuando estás indeciso en medio de la tentación?

—Sí. Una lucha tremenda…

—Pues ya lo ves. La carne lucha. Pero ¿con quién? Para la lucha se necesitan dos partes. ¿No es así? Y cuando en medio de las trincheras se inicia un fuego graneado entre los dos frentes, y el soldado tiembla y quisiera esconderse, ¿quién es el que manda al cuerpo tembloroso y le dice: «¡Adelante! Adelante! ¡A la lucha!» ¿No es el alma, que sabe mandar también al cuerpo?

—Sí… Pero entre Dios y el hombre, entre la Grandeza infinita y el grano de arena insignificante, hay una distancia enorme. ¿Cómo ha de preocuparse Dios de lo que le pasa al hombre, tan insignificante respecto de Él como un grano de arena? ¿Qué le importa a Dios?

—Mira, hermano. Cualquiera que fuere nuestra profesión, bien vemos nosotros los hombres que cuando hemos hecho o planeado cualquier cosa, una pieza teatral, un edificio, un libro, un cuadro, sigue interesándonos la suerte de nuestra obra: ¿qué se ha hecho de ella? ¿Quién la tiene? ¿Qué andanzas han sido las suyas? La suerte de las mismas cosas inanimadas, de un cuadro, de una casa, de una estatua, interesa grandemente a su autor. Y no hablemos de la suerte de nuestros hijos. ¿Hay madre que no se interese por la suerte de su hijo que vive en el extranjero? ¿Hay madre a quien la tenga sin cuidado que su hija lleve una vida honrada o una vida infame? Pues si tal ocurre con nosotros los hombres, ¿sucederá lo contrario con la bondad infinita de nuestro Dios? ¿Será Él acaso el único que mire indiferente la suerte de sus obras? ¿Será el único a quien no le importe que sus hijos lleven una vida honrada o se sumerjan en el fango de la inmoralidad?

—Sí, sí… Pero hay tantas religiones en el mundo, y se contradicen tanto, que, a fin de cuentas, lo mejor es no seguir ninguna…

—No, en esto no estoy de acuerdo. Mira, amigo: también hay diversidad de opiniones respecto del modo de alimentarnos. Hay quienes dicen: si no hay carne, no vale un bledo la comida. En cambio, los vegetarianos afirman lo contrario: lo que importa es no comer nunca carne, porque es perjudicial para la salud. Por tanto, ya que se dividen las opiniones, ¿será lo más prudente no comer nada?

—Bueno: admito, pues, que es necesaria una u otra religión. Pero ¿no da lo mismo escoger ésta o aquélla? Todas buscan a Dios.

—De acuerdo; concedamos que todas buscan a Dios. Todas nos dan alguna luz para orientarnos en el camino de nuestra vida. Pero ¿basta cualquier luz para leer, para trabajar? Para andar con seguridad por nuestro camino; ¿basta la luz de las estrellas? ¿No necesitamos del Sol que nos ilumine con su luz clara y diáfana? Nadie más que Jesucristo se ha atrevido a decir: Yo soy la luz del mundo. ¿Que da igual cualquier religión? Y tanto que importa. Dos por dos son cuatro. Pero concedamos que dos por dos son cinco. Lo que no podemos cambiar es que sean cuatro y cinco a la vez. Y no otra cosa significa que pudiéramos escoger cualquier religión.

El hombre, o es incrédulo o es católico.

El Corán enseña: toma tantas mujeres cuantas puedas sustentar; Cristo dice: no puedes tener más que una esposa, y sólo la muerte puede separarte de ella… Uno de los dos NO puede tener razón. La religión católica, fiel a la palabra de Cristo, enseña que en el Santísimo Sacramento está presente nuestro Señor. Hay, en cambio, confesiones también cristianas que, a pesar de las claras palabras del Redentor, enseñan que la Eucaristía no es más que un símbolo, un recuerdo, un trozo de pan, y nada más. NO pueden todos tener razón. Y si está la razón sólo en una parte, entonces yo estoy obligado a escoger. Peso los argumentos y me veo forzado a elegir la religión católica. Como dijo agudamente uno: el hombre, o es incrédulo o es católico. Mira el reloj. Hace diez minutos que lees, y en estos diez minutos hemos llegado de la incredulidad a creer en la religión católica. Pero, por desgracia, muchos hombres hoy día no tienen diez minutos para alimentar su alma inmortal. Y por esto siguen siendo incrédulos.

2. Hablemos ahora de los bautizados no practicantes, de los católicos que lo son según su fe de bautismo, pero que en su modo de vivir han olvidado el mandamiento del Señor: No tendrás otros dioses delante de mí.

Piensan que son católicos porque ya están bautizados pero no viven su fe, no dedican ningún rato para conversar con Dios. En eso se basa toda su religiosidad.

Para estos hombres, ¿significa algo la religión? ¿Que mañana es fiesta y hay que ir a misa? «Amigo, uno trabaja toda la semana. ¿Es que no tengo derecho de dormir a mis anchas por lo menos una mañana? Y, si me levanto, ¿no tengo derecho a hacer lo que me plazca ese día?»

¡No fornicarás! «¿A qué viene esto? ¡Parece chino! No entiendo lo que quiere decir. Mira que ser tan anticuados en el mundo moderno…»

Y podríamos ir poniendo más ejemplos. ¡Dinero!… ¡Placeres!… ¡Éxito!… ¡Poder!… ¡Trabajar sin parar!… ¡Estafas!… Parece que nunca hubiesen oído el mandato del Señor: No tendrás otros dioses delante de mí.

También es idolatría el dejarse llevar del respeto humano, por seguir la corriente y los criterios del mundo. El no atreverse a rezar en público, porque no esta de moda; el no ir a misa los domingos, no se estila en nuestra familia; el no confesarse, porque son muy pocos los que lo hacen…

No hemos de adorar a los ídolos, sino al Dios verdadero. Cumplamos de verdad el Primer Mandamiento de su santa Ley: Yo soy el Señor Dios tuyo.

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Tomado del libro «Los Mandamientos»

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